1
¿Quién ha dicho alguna vez que debes levantarte? ¿Quién, que tienes la obligación moral, la obligación supuestamente humana, como si el hombre estuviese expuesto a una escritura desde el mismo imperecedero instante, indeleble para la tinta del tiempo, insobornable y eterno, viajando a millares de kilómetros más allá de toda razón conocida o imaginada, o incluso nunca imaginable, como el recato de los dioses paganos?
No hay escritura ni escribiente, y ni el viejo Dios cristiano es suficiente excusa para determinar el nacimiento y la muerte de los hombres.
Lázaro, sinónimo de resurrección y de fastidio. De incomprensión y de terror expresado en términos aún no dilucidados por la corriente magnánima y simultáneamente cruel del mundo cotidiano. ¿Quién ha dicho alguna vez que has resucitado? Tal vez, eres un fraude, uno de los tantos perpetrados por la imaginación de ladrones y embusteros. Porque ya se sabe que muchos ladrones han sido perdonados. El robo no es tan grave como un asesinato, así los jueces lo han decidido.
¿Pero matar no es acaso robar una vida definitivamente? Quizá ni siquiera pueda ser llamada definitiva esta cuestión, porque esa vida puede ser devuelta con la vida de quien se la ha llevado bajo el brazo. Como aquel que roba una hogaza de pan, en forma sigilosa y en medio de la sombra de una tarde que cae, sobre el Gólgota o el Río de la Plata, lo mismo da el lugar o el tiempo.
El pan no ha cambiado, el trigo sigue cultivándose y cosechándose a expensas de la tierra en la que se sepulta a Cristo todos los días, con la incontenible verborragia de Hitler en original enseñanza, o la parsimoniosa decrepitud de Séneca, mientras los versos de Horacio o Cátulo secundan la muerte que sobrevendrá. La avasalladora muerte que ni el mismo Cristo pudo contener, como si su cuerpo fuese una represa que no aguantó mucho tiempo la presión de las aguas del deshielo de la montaña más alta de Asia, la torre que nunca llegó en realidad a ser demolida, Babel aquella sobre la que las lenguas comenzaron a diversificarse, y cada hombre comenzó a llamar a Dios de un modo distinto. Desde entonces la muerte no fue por hambre, sino por posesión. No de mujeres ni de tierras, aunque éstas son lo más cercano al poder de Dios en las manos ambicionas del hombre, sino del nombre de Dios, cuya revelación es lo mismo que ser llamado uno mismo Dios de todo el universo. Nombramos para poseer, para contener en una única palabra todo el tiempo y el espacio.
Nombrar es tener sin siquiera mover las manos o los labios, porque el pensamiento es posesión única del hombre, lenguaje es poder emanado de un sitio de tinieblas, de sombra apartada por breves vientos luminosos. Cada letra es un nacimiento, un parto donde los gritos son esferas de angustia exhaladas por mujeres hechas de tierra y piedra. Mujeres brotadas del suelo como plantas, como flores, como árboles de tallos rotos y raíces esplendorosamente fuertes. Cada letra es un hombre ya crecido pero ciego, buscando a tientas la luz, como si ésta pudiese ser palpada. Pero todos sabemos que la luz del Dios es fría y no da calor, como un tubo fluorescente en una marquesina anunciando un espectáculo en pleno Broadway una noche de sábado, una propaganda de Coca-Cola sobre una avenida de Buenos Aires, o un cabaret escondido en los suburbios de Montevideo. Cada uno de estos ejemplos, así ordenados, muestra la hecatombe de Dios, la degradación del pensamiento. Porque pensar es la suma de todas las virtudes y de todo el poder del que el hombre pueda disponer alguna vez.
Luces y música, orquestas entonando melodías inolvidables, cantos al amor y la felicidad. Y cuando los discípulos de Cristo salgan del teatro tarareando las canciones recién escuchadas, se enfrentarán con los enormes carteles que los incitarán a gastar y consumir, a beber lo que no desean y comer lo que no les apetece. Pero simularán que las pizzerías son tabernas de Jerusalén, los restaurantes un lugar parecido a las orillas del río donde Jesús multiplicó los panes y los peces, salvo que esta vez encontrarán gourmets ofreciendo platos casi vacíos que los discípulos deberán pagar a grandes precios. Cuentas tan exorbitantes que maldecirán la abundancia del engaño, el fraude de la ambición que alguna vez sintieron ante el milagro económico de Cristo. Como en una Alemania recuperada de la Segunda Gran Guerra, un milagro surgido de la sangre de los no creyentes en el Mesías, los discípulos saldrán ebrios de aquellos restaurantes, rebosantes de comida sus cuerpos cubiertos de túnicas que apenas cubren las partes excitadas de sus cuerpos. Orinarán cerveza en las veredas, escaparán de algunos policías y de la reprobadora mirada de los aristocráticos matrimonios que simulan ir en camino a sus palacios orientales situados sobre calles de barrio con fachadas de cal descascarada y techos de una urdimbre más destinada al derrumbe que a la posteridad.
Caminarán despacio, tambaleándose, gritando y riendo, a veces llorando de gozo y de angustia, abrazándose, sosteniéndose unos a otros. Los doce apóstoles se acercarán a los suburbios en busca de las luces de neón que dibujan figuras de mujeres moviéndose y contoneándose lúbricamente, pero que bajo una mirada más atenta, no soportarían el peso de la seriedad. La risa no del gozo del sexo, sino la risa de los niños frente a dibujos animados. Dibujos de mujeres que apenas insinúan descaradamente lo que esconden los interiores de aquellos lugares: cuerpos dados vuelta, sexo como anatomía en manuales de escuela pública.
Ellos, sin embargo, no reirán. Van a entrar, traspasando las puertas sin ningún San Pedro preguntando los méritos o desméritos de cada uno. Entrarán en el Paraíso. Y saben que como todos los paraísos de los que sabios y tontos, reyes y mendigos han hablado a lo largo de los siglos, no durará mucho. Verán la desnudez más hermosa, probarán los sabores más deliciosos, y más tarde, luego de la fatiga y la lucidez recuperada, un musculoso portero vendrá a echarlos a base de puños y patadas. Apenas tendrán tiempo de recoger sus ropas para no salir desprotegidos, vulnerables a la luz de la ciudad en la mañana.
Verán, cuando sus ojos se hayan acostumbrado al sol, que ese sol tiene la musicalidad de la palabra que lo nombra, esa sola sílaba a la que sus letras le otorgan una tenue música sea cual sea el idioma en el que se la pronuncie. Se mirarán entonces unos a los otros, dándose cuenta de una pequeña y sublime revelación, ocultada por el hambre de la mañana: con una de las letras del sol comienza el nombre de Lázaro. El milagro de su Señor que nunca llegaron a entender, que miraron con terror, tanto al hombre resucitado como a la idea misma de aquel hecho. Lo incomprensible era tan simple como el renacimiento del sol, como el mundo dando vueltas una y otra vez.
¿Hasta cuándo…? Hasta que Dios decidiera retirarse con una gran festejo, un tributo semejante al de un jugador de fútbol o una estrella de cine. O tal vez simplemente como la reunión de despedida de un viejo oficinista de la calle San Martín de Buenos Aires, una tarde veinte minutos antes de la hora de salida, con sidra en vasos de papel, sándwiches de miga y un par de tristes discursos, mientras todos, incluso el Dios listo para su jubilación, miran sus relojes, pensando en el tren o el colectivo que perderán si no se apuran, en la cita en el café de la esquina con los amigos, o en la mujer que los aguarda para ir a un hotel alojamiento.
Sólo Dios no tendrá a nadie que lo espere en su departamento vacío, quizá sí un gato, quizá un canario. Pero no un perro. Los perros huelen el miedo y conocen el destino de sus amos, por eso el viejo nunca quiso tener uno, porque habría sido como tener un espejo frente a él cada día al regresar a casa. Y aunque no habría soportado tal cosa, siempre lamentó no oír ladridos ni poder acariciar el lomo de un perro fiel, como un amigo demasiado sincero. Como un amigo al que no habría podido matar. Para eso estaba su Hijo, el desconocido, al que nunca tocó ni vio, y por lo tanto por el que evitó tener cualquier clase de sentimiento.
No, jamás tuvo ni tendría un perro.
Sin embargo, lo lamentaría eternamente, porque es sabido por todos que hasta Lázaro tuvo alguna vez un perro.
2
¿Para qué has despertado, Lázaro? Para quién, quizá, deberíamos preguntar. Abrir tus ojos a la luz cegadora del día tras la abertura en la piedra de tu sepulcro, luz que bebe del manantial de Cristo, fuente agotada desde hace muchos siglos. Porque la luz es tan fantasmal como el agua y la luz que en ella se refleja. Borboteos parecidos a ladridos de tus perros, a llantos de mujeres que se confunden con aullidos, a gritos de espasmos de parturientas que a miles de kilómetros de distancia de tu desierto, dan a luz bebés sin forma, sin piernas o sin brazos, niños de cabezas abiertas donde puede estudiarse el cerebro en todas sus magníficas circunvoluciones, secretos y fúnebres fanfarrias rodeadas de sangre.
Todos son fantasmas, Lázaro, amigo mío a través de los siglos, padre mío más que mi propio padre. Hasta las piedras son fantasmas, y a cada momento el mundo se termina y jamás vuelve. Salvo uno que lleva el nombre de Lázaro, con su música de zetas y eles hábilmente ordenadas por un Dios misericordioso hacia quien posee el don de lenguas, la habilidad del lenguaje impío y la aguda apreciación por la exquisitez de cada idioma. El lenguaje es lo contrario a la muerte, y el sonido que no alcanza siquiera a embestirla con dignidad, es seguido por el pensamiento, que es lenguaje, que es palabra, que es letra: célula inmisericorde, átomo indivisible: Dios extendido en un portaobjetos bajo la lente de un microscopio.
Y allí, bajo el látigo de un científico viejo y apesadumbrado por el cúmulo inmenso de decepciones y fracasos, de éxitos y hallazgos que devinieron en tristes residuos, Dios explica, revela a regañadientes, como una víctima de un interrogatorio ilegal en tiempos de dictadura, los supuestos secretos de la resurrección.
¿Por qué Lázaro, y no otros? Y si los hubo, ¿por qué él debió ser el más conocido? Tal vez la musicalidad o la extravagancia no demasiado acentuada de su nombre, la exquisita fluidez que imita a la perfección el deslizamiento desde la oscuridad hacia la luz de la vida; el retorno, la vuelta sobre sí mismo del camino obligado, hasta entonces único para el hombre.
Tu rostro, Lázaro, nunca ha sido retratado, porque faltando retratos tuyos en vida, quienes te vieron luego de renacido no se atrevieron, o no pudieron, esbozar siquiera la faz clara, diáfana, extraterrenal que se sospecha debiste tener hasta tu siguiente muerte (y acá podríamos reírnos todos o asombrarnos, o preguntarnos si estamos llevando bien la cuenta de los acontecimientos, pero esto será tema para más adelante). Tu cara, entonces, sigue en la sombra. Tus ojos no son ojos sino esquelas con mensajes inconclusos. Tus manos tienen tierra que jamás conseguirías volver a lavarte, y eso que te vieron horas y horas restregándolas bajo todas las sustancias a las que recurriste el resto de tu vida. Tu cuerpo macilento y endeble, y tu voz saliendo de él como un eco ecuestre brotando de cavernas inundadas nueve meses al año.
¿Cuánto tiempo llevaste muerto: nueve minutos, nueve horas, nueve días? Dicen las escrituras que tres días, pero los múltiplos de una unidad, una unidad de tres, son nada más que repeticiones fantasmales, retóricas, inútiles de la entidad original. Siete veces siete, tres veces tres, números estoicos, supersticiosos ejemplos de lo que podría denominarse la esbeltez de las almas impías. Las viejas brujas, las solteronas y los viejos borrachos ven en sus noches de duelo la extensión infinita de los tiempos, los sucesos repetidos, y los cristos que mueren cada treinta y tres años.
Por eso, Lázaro, en la tumba número nueve del cementerio de Judea, rodeado de nueve hombres que arrancaron la piedra de tu sepulcro, escuchaste el ladrido de nueve perros ubicados en una extraña fila hasta extraviarse en la luz del día que penetraba por la abertura. Al final de la fila, viste a Cristo y a tus hermanas. Escuchaste hasta mucho tiempo después de ser pronunciadas, las palabras que te ordenaban levantarte y andar. El tumulto que siguió a tu aparición fue mucho más allá de tus escasos poderes para penetrar la realidad, tus sentidos leve y tardíamente recuperados vieron sólo la figura de tu salvador, el esmirriado hombre de pelo largo y barba rala, que ahora se agachaba, arrodillándose tal vez, -no pudiste verlo bien-, y que estaba rezando, o llorando, mientras sus hombros se movían con espasmos incesantes, que te llevaron a sentir piedad por él.
Cuando te acercaste, él no levantó la cabeza, se dejó acariciar como un perro moribundo: el décimo perro de la jauría que se había reunido para darte la bienvenida. Detrás quedaba la larga cadena de patas y colas y hocicos y dientes, los nueve perros que habían tirado como si llevaran arneses de algo muy pesado, no por su peso real, sino por estar unido a un lugar de alta densidad, increíblemente profundo, hondo como las negras piedras empotradas en el abismo. Los perros que se peleaban por rescatarte, bajo las órdenes del líder de la jauría, el décimo perro que te aguardaba en la luz. Que finalmente se paró otra vez para recuperar la forma del hombre. Esmirriado y sucio, endeble como un débil espécimen de la forma humana, pero cuyas manos te agarraron como zarpas para rescatarte de la paz, de la nada, del monstruoso olvido.
3
¿Qué fue lo primero que dijiste, o lo primero que oíste? Ambas cosas fueron quizá lo mismo: el sonido de la palabra pronunciada por tu voz. Pero no era voz, sino un sonido gutural, una expresión rudimentaria de tu pensamiento ya de por sí confundido y extraviado, abriéndose paso entre obstáculos puestos allí por la realidad que avanzaba con los batallones de la luz. Esa realidad que convenimos en llamar así por carecer de otro nombre, siquiera de otro concepto para un conjunto de palabras distorsionadas como fetos aún informes, palabras surgiendo de la oscuridad luego del largo período de congelamiento en la semipenumbra de la muerte.
Sabemos, gracias a tu ejemplo, que de la muerte se regresa, y por lo tanto hemos comprobado que el deshielo es una verdad científicamente probada y corroborada por los hechos a lo largo de los siglos. Sin embargo, los que regresan son elegidos, ¿pero quién está a cargo de tal elección? ¿O será simplemente un azar, una conjunción de astros-átomos que en determinado momento entrecruzan sus caminos y forman otra cosa a lo que antes eran por separado: una entidad vuelta a concebir, deshecha por la descomposición de la muerte y reconstruida por motivos que el hombre todavía deberá esperar mucho por descubrir, para explicar racionalmente para su propia satisfacción?
La voz de un hombre es el hombre. La voz de Dios es el conjunto de todos los sonidos del mundo, incluyendo la voz gastada de los hombres viejos, la voz chillona de los recién nacidos, la voz quejumbrosa de las mujeres. El ladrido de un perro contiene la sabiduría del rocío de la mañana, que desaparece en el momento exacto en que debe desaparecer: no antes ni después de la salida del sol, ni antes ni después del despertar matutino de cualquier hombre que se levanta a trabajar. Es el ruido de un auto que más tarde podrás escuchar, cuando te lleven en tu próximo y definitivo funeral, el canto de las plañideras contratadas por empresarios fúnebres como cordial servicio para aquellos muertos sin deudos para llorarlos.
Te levantaste, Lázaro, y dijiste algo sin sonido, sólo percibido por la imaginación de aquellos perros que te acompañaron. Pronunciaste la palabra del asombro, tal vez un insulto, muy seguramente una maldición hacia esa figura en el fondo de la luz, afuera de la caverna oscura, en plena luz, solitaria en el desierto del mundo abierto, espléndidamente inmenso, rey de la nada, tan extensa como puede serlo la totalidad de todo lo existente.
Así, has aprendido de la manera más extraña, que todo tiene su contrario, lo positivo y lo negativo. No lo que se llama ambigüedad, sino contradicción en vívida convivencia y connivencia uno con el otro. La luz y la oscuridad según el plano desde que se mire. La vida y la muerte, el silencio y el ruido. Dios y su contrario. Entonces te preguntas quién es el contrario de Dios: ¿un demonio o la nada?
El pensamiento y la semántica son maldiciones para el hombre, te dices. Creación de un hijo con potencial de criminal, de parricida. Un suicidio es la creación del lenguaje, un auto- encarcelamiento en laberintos que cada uno va construyendo a lo largo de la vida. Y ahora, cuando ya habías salido por el extremo de tu propio laberinto, alguien te ha metido nuevamente en él, o en otro aún más complicado y cruel, más frío y largo, lleno de ladridos de perros invisibles que escuchas por encima de los cercos inviolables no por lo altos o inexpugnables, sino por su enorme belleza. Muros que nosotros construimos a nuestro gusto, el mejor que conocemos porque está hecho con el material de nuestros huesos, ladrillos amalgamados uno al otro con la sustancia de nuestros sueños diurnos.
Sonidos, Lázaro, que nunca escuchaste antes, por más que sean los mismos rebuznos de tus burros de carga, los gritos de tus mujeres cercanas, la risa de los niños que te bañaron con bálsamos cuando moriste por vez primera. Ruidos que escuchas como un recién nacido porque de la nada se surge como una virgen, con el himen intacto y el pensamiento puesto en algo más allá que la simple contradicción de los opuestos: hombre y violencia, hombre y sudor, hombre y crimen.
Una vez dijiste que toda muerte es un crimen, incluso la enfermedad es un asesinato que alguien perpetra sobre sí mismo. Siempre quisiste culpar a alguien en tu afán no de ira ni resentimiento, sino como un investigador muchos siglos antes de que tal concepto fuese creado. Un científico de tiempos pretéritos. Te inmiscuiste en la muerte a través de tu propia muerte.
Qué pactos creaste antes, te pregunto. Como Poe buscando la eternidad a través de su Valdemar, como la delicada señora Shelley creando la memorable doble creación de su intelecto: el monstruo y su padre. Se sabe que con Dios se pueden hacer pactos, triquiñuelas que cualquier rufián de la mafia envidiaría, o cualquier ejecutivo de una gran empresa pagaría millones por conocer.
¿Qué precio te pidió Dios para hacerte resucitar?
4
El precio fue una segunda muerte definitiva.
Dios es un excelente mercader. Avaro, sabe cómo conciliar la justicia con el propio beneficio; sabe, también, la manera de hacer pasar por verdadero un fraude sentimental. Añora la cárcel en la que estuvo un día, junto a Oscar Wilde y Bartolomeo Vanzetti, junto al chacal que mató a sus esposas y las descuartizó mezclando sus miembros en la misma fosa común. Extraña la vida carcelaria y las maniobras para conseguir un mejor trozo de pan y un mejor lugar para orinar cada día. Sabe cómo conseguir que nadie escuche sus descargas nocturnas, simulando rezos a sí mismo, porque eso son aquellos devaneos con su propio cuerpo. Como todo reo, como todo ex presidiario, ha incorporado en su alma las rejas que lo rodearon cierto tiempo. Camina con las rejas frente a sus ojos, hace el amor con las rejas frente a él, sueña y sufre y suda intentando sujetarse de las rejas sin las que no podría desplazarse por la superficie del mundo.
Por eso ha creado un mundo parecido, limitado por leyes gravitacionales que simulan los límites de la cárcel, un mundo rodeado de abismos más allá de las rejas, y leyes más férreas, más duras y lúgubres que la sola idea del eterno e inviolable hierro.
Pero volviendo a nuestro protagonista, Lázaro aceptó tal condición, y preparó su viaje hacia el fondo del vacío. Exploró, se alojó en hoteles creados en los confines del mundo, con ventanas hacia precipicios y puertas para siempre abiertas a la oscuridad. Viajó en carros arrastrados por corceles rojos y ciegos, y en autos conducidos por muertos que no sabían manejar. Pero los carros y los autos se desplazaban como sobre caminos marcados de antemano, senderos que todos han seguido hacia lo profundo, la densidad de los sueños y la hondura de la nada.
Más contradicciones del lenguaje, más inconformidad para su espíritu científico. Desilusionado ante la paciente tiniebla del largo camino, sólo debió esperar que Dios cumpliera su parte del trato, y lo rescatara llevando su descubrimiento, las notas en su cuaderno sobre los hallazgos de la muerte. Nada llevaba escrito, sin embargo, sólo el blanco de las páginas en un libro que nunca existió.
Al despertar, al volver, al retornar a la conciencia lívida del mundo llamado real, se dedicaría a otra tarea mucho menos remunerativa, se dedicaría a pagar, en realidad, aquel viaje que creyó un privilegio y del cual pensó verse exceptuado de todo viático y consecuencia.
Despertó, viendo a medias, escuchando a medias, hablando a medias como un caracol desplazándose en la arena, aguardando la marea redentora. Sólo supo que no veían su cara con claridad, y nadie, ningún artista retrataría la cara del resucitado. Nadie describiría la peculiaridad de su voz, que había esperado dulce y celestial y era gangosa y profunda, ronca como animales degollados. Nadie ya se atrevió a tocarlo ni acercase, ni aspirar el aliento de su boca abierta, de dientes amarillos con manchas de alquitrán.
Cuando salió del sepulcro, finalmente hacia la luz del día, guiado por la hilera de perros, abastecido por los límites de las sombras de quienes se habían congregado a su alrededor, como pilotes en el desierto, como rejas, caminó tambaleante igual que un borracho hacia la figura del último perro.
El perro era un hombre que levantó la mirada con ojos brillantes, y la mano más extraña que Lázaro hubiese visto en toda su postergada vida. Fue el único hombre que lo tocó luego de resucitar. En aquella mano estaba escrita la pregunta del examen final.
Lázaro respondió, pero ya sabía que estaba reprobado.
Desde entonces su vida fue un ir y venir por calles de un pueblo que lo evadía, como si las calles fuesen capaces de escaparse bajo nuestros pies, hasta encontrarnos caminando sobre desiertos y arenas al calor de un sol tan solitario como nosotros. Dos que no se hacen compañía, ni siquiera como enemigos. Dos, y cada uno siempre solo.
Caminó buscando una mirada, llamando con su nueva mudez, y de todos recibió un graznido de cuervo. Únicamente los perros lo seguían, a veces unos pocos, otras, muchos, cientos quizá. Vienen a buscarme, pensaba, o vienen a cuidarme, a custodiarme, a vigilarme. Son los sabuesos de Dios, y entre todos ellos podía distinguir las múltiples cabezas de los cancerberos.
Deseó muchas veces provocarlos para que lo atacaran y terminar con su nueva vida, ese apéndice de existencia que no merecía siquiera tal nombre. Y sin embargo, era vida. Respiraba y sentía el calor del sol en su piel, tocaba las prominencias de sus huesos, olía la suciedad de sus cabellos, se palpaba el largo de las uñas.
Y añoraba la exquisita perfección de la que había gozado mientras estuvo muerto.
La decrepitud de la vida, la exuberancia de la muerte.
Entonces se detuvo en una calle, como siempre recién deshabitada por sus pasos. Se dio vuelta para contemplar a los perros que lo seguían. Se llevó una mano a la frente para protegerse del sol, porque le costaba mirar la larga hilera, múltiples veces repetidas a todo lo largo y ancho de la tierra tras él.
Hizo un sonido, un chasquido con su lengua, con el que recordaba haber llamado a su único perro en su anterior vida. Entonces todos ellos, que hasta ese momento se habían detenido también a observarlo, pendientes de su amo, levantaron la mirada. En los ojos había envidia, y había tristeza. Luego se levantaron, y ya no eran perros.
Eran hombres, todos los hombres que lo habían precedido en su viaje a la muerte, pero no habían logrado regresar. Lázaro se preguntó qué buscaban, que esperaban de él, respuestas que no podría darles, soluciones que no podría concederles.
Cuando el primero de ellos avanzó hacia él, supo que no era únicamente un mensajero, un cadete de Dios, o un cobrador con un maletín y un talonario en blanco. Por eso Lázaro se postró a sus pies, y dejó que Dios apoyara la bota derecha como un yugo sobre su espalda.
Ilustración: Henrick Brugghen
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