Nicolás Dávila llegó con su hijo de la mano, caminando entre los puestos de comida y de juegos. Las hamacas mecánicas sacudían a la gente en las alturas. Los niños corrían entre la multitud, perdidos o simplemente agitados y felices. El suelo, prácticamente cubierto con restos de helados, caramelos y papeles, resplandecía, sin embargo, con el sol justo encima de la montaña rusa.
La mano del niño se fue desprendiendo de la mano de su padre. Los dedos de ocho años se aflojaron despacio, sin violencia, mientras el niño dirigía su mirada asombrada hacia los puestos de tiro al blanco, los carritos que vendían manzanas acarameladas y la calesita que giraba una y otra vez. Dávila sintió un olor extraño en el ambiente, un aroma a humedad que contrastaba con el clima seco del aquel verano. Quizá fuera el sudor de la gente acumulado durante todos aquellos días. Pero no era eso, se dijo él, sino algo que daba la impresión a viejo, a remotamente antiguo salido de los desvanes de la memoria.
Recorrieron el sendero estrecho y empedrado que llevaba a la boletería, y el vendedor los sorprendió con un grito jubiloso.
-¡Felicitaciones!- dijo detrás de la ventanilla enrejada, y un payaso apareció junto a ellos entregándoles un boleto dorado.
-Ustedes son nuestros clientes aniversario, recibirán muchísimas sorpresas-siguió diciendo el empleado, mientras el payaso levantaba al hijo de Dávila y empezaba a bailar con él en brazos. La gente se acercó, formando un semicírculo a su alrededor.
-¿Será para su hijo el boleto sorpresa, señor?
La voz del vendedor sacó a Dávila de su abstracción. Parecía distraído, pero estaba concentrado, en realidad, en la curiosa y abrupta necesidad de llevarse al chico lo más rápido posible de ese lugar. El imperioso deseo de compensar al niño por la pérdida de su madre, de consolarlo y consentirlo, había sido reemplazado ahora por un miedo incierto.
Pero Javier estaba riendo como pocas veces lo había hecho antes, y la remera se le salía de los pantalones al dar vueltas entre los brazos del payaso.
-Sí, por supuesto- contestó Dávila.-¿Qué tenemos que hacer?
-Nada, señor, las sorpresas irán apareciendo a su debido tiempo. Tienen todos los juegos libres. ¡Absolutamente gratis!
El niño regresó a su lado, agitado aún y de la mano del payaso.
-Papi, ¿a dónde vamos primero? Mirá esa carpa, ¿qué es?
Los tres observaron la tienda de colores estridentes.
-La carpa de la Bruja , la más mala de toda la provincia-les dijo el payaso.- Tengan cuidado con ella, y nunca la miren a los ojos.
Dávila recordó el folleto que le habían entregado en la calle unos días antes. La foto de una bruja resaltaba en el papel, cavernosa y triste, pero muy hermosa. Y al mirar la carpa, supo qué era lo que había sentido al ver esa cara: lo mismo que lo hizo detenerse en la calle para observar con atención aquel rostro nuevo y antiguo al mismo tiempo. La cara de una mujer es la cara de todas ellas, pensó él en ese momento.
En cuanto entraron a la tienda, el bullicio de la multitud se apagó, y la mujer los estaba mirando, sentada frente a una mesa con un mantel de pana roja. Dávila se sintió atraído por los senos blancos que asomaban del escote de la bruja, por el cabello negro que le caía sobre los hombros apenas cubiertos por un chal con encajes. Notó que Javier también la miraba extasiado, sin quitar la vista de los ojos grandes y violetas.
-Así que éste es el pequeño ganador del boleto de la suerte. Muy bien, caballerito, acérquese a mí.-La voz era más sensual aún que su aspecto, y parecía llegar no de sus labios, sino como un gemido gutural. Dávila la miraba, y a pesar de tener en mente la advertencia del payaso, se dejó llevar por la voz y los ojos de la bruja. No era un hombre, ni siquiera un niño ahora, era un elemento frágil en las manos de ella. Sólo recordaría, después, que la había visto agarrar al niño y sentarlo en su falda.
-¿Querés saber tu futuro?- había preguntado ella, y Javier asintió con la cabeza.
-Bueno. Había una vez un chico que llegó a la feria un domingo al mediodía, y fue directamente hasta donde un oso gigante de trapo lo estaba esperando. Era un oso como el que siempre quiso y nunca le regalaron.
Dávila despertó del ensueño en el que se había sumido, y su hijo ya no estaba. No lo había visto salir de la carpa. Cuando le preguntó a la bruja, ella sólo hizo un gesto de hastío con los ojos.
-Búsquelo, o se perderá el resto de las sorpresas.
Salió de la tienda y una pesadumbre lo abrumó igual que el ruido y la luz enceguecedora de la tarde. Había perdido al niño y era su culpa.
-¡Ay, Dios mío, me robaron la cartera!- gritó una mujer, mientras él intentaba decidir dónde buscar. La gente la rodeaba, mirando hacia el ladrón que huía entre la muchedumbre. Algunos hombres intentaron perseguirlo, pero se dieron por vencidos a los pocos metros.
-Un chico, ¿podés creerlo?- dijeron dos viejas a su lado.
Entonces vio, a lo lejos, la figura de un oso sobre el techo de un stand.
-¡Javier!- gritó, abriéndose paso hasta el oso de juguete, gigante y hermoso, colocado encima del puesto de tiro, y que era el premio principal. Pero la gente amontonada alrededor no lo dejaba avanzar. Se puso en puntas de pie para ver mejor.
-¿Qué pasa?-preguntó.
-Un chico está acertando todos los tiros, es increíble- le dijeron.
Escuchó los disparos, infalibles, certeros, uno tras otro, y los aplausos que los festejaban. Alcanzó a ver, junto al mostrador, un grupo de más de veinte personas rodeando un espacio que parecía vacío, pero del que asomaba una cabeza pelirroja sobre la mira de un rifle. Las manos pecosas de Javier sostenían el arma, y con un dedo en el gatillo disparaba una y otra vez en un alarde de habilidad incomprensible.
-¡Javier, Javier!
Pero la gente había vuelto a interponerse y cuando la vista se despejó, el oso ya no estaba. Una mano debió agarrarlo de una pata para entregarlo al niño. Y entonces vio al muñeco tambalearse entre la gente, ocultando la cabeza pelirroja de su hijo. Dávila intentó seguirlo, pero el niño corrió escabulléndose por las piernas de los paseantes.
Eran las dos de la tarde, el sol continuaba alto, incansable. Recorrió las calles del parque dando vueltas muchas veces por los mismos lugares y puestos. El chico nunca se había comportado así, se dijo él. Sólo aquella vez en el campo, cuando había desaparecido toda una tarde, y lo encontraron dormido junto a un arroyo con el gato muerto sobre su pecho. El animal tenía las entrañas abiertas, y las manos de Javier estaban llenas de sangre. Pero eso había pasado casi dos años antes, y Dávila intentaba olvidarlo.
Los guardias de seguridad aparecían y desaparecían entre los puestos, buscando quizá al carterista, que había vuelto a actuar durante aquella hora. La gente hablaba de él como si se tratara de diferentes hombres, porque los testigos no coincidían sobre la edad.
-Disculpe, oficial, busco a mi hijo que se perdió. Tiene ocho años y es así de alto..., a lo mejor lleva un oso de juguete todavía.
El policía y su compañero se miraron como si sus pensamientos de pronto chocaran y fuesen uno solo.
-¿Cómo iba vestido?-preguntaron.
-Con pantalón corto azul y una remera blanca. Tiene el cabello rojo, muy brillante.
Los agentes volvieron a mirarse.
-¿De qué edad me dijo?
Repitió la edad, y dijeron que le avisarían por los altavoces si lo hallaban. Cuando él comenzó a alejarse, vio que los policías lo seguían.
Pasó por la carpa de la adivina, por si acaso Javier había regresado. La entrada estaba cerrada, e intentó probar en el puesto de tiro al blanco, ya casi vacío.
-¿Vio volver al chico del oso?- preguntó al hombre del mameluco verde. Pero el otro lo miró con ira.
-El ladroncito ése no va a venir otra vez, y si lo hace lo agarro de una oreja y se la corto. Pero antes lo hago devolverme el rifle que me robó.
-Está equivocado, mi hijo no roba-dijo él sin pensar siquiera, como un reflejo natural, defensivo.
-¿Su hijo?- El tipo lo sujetó del cuello de la camisa.-Tu hijito es un ladrón de mierda, ¿entendés?
La punta del cañón de un rifle apareció en el espejo del costado. Ambos se dieron vuelta y escucharon el disparo. Vieron el cabello rojo y largo de un muchacho quizá de veinte años. No demasiado alto pero delgado, que vestía una remera blanca. Entonces la gente comenzó a correr hacia el cuerpo que se derrumbaba sobre el polvo y el pasto aplastado alrededor de la quermese. Los policías llegaron y apartaron a la muchedumbre.
El hombre había soltado a Dávila y corría hacia donde estaban los demás. Él se quedó quieto, mirando el espejo en donde había visto al muchacho que se parecía a su hijo de ocho años.
-¡Apuntó directamente a la mujer!- decía la gente. Los helados y manzanas caídos al suelo eran pisoteados y se mezclaban con el barro. La música de la calesita siguió sonando discordante y solitaria. Pero sólo Dávila había visto la cara del asesino, que había huido hacia los límites de la feria, rápido y ágil como un atleta.
Recordó las carreras de Javier en el campo de la escuela. Su hijo siempre ganaba, y los trofeos se fueron acumulando en su habitación hasta saturar los estantes del armario. Ese afán por las carreras comenzó un día cuando el niño tenía seis años, y su madre los había dejado. Antes de irse, ella le regaló aquel gato como obsequio de despedida. Javier corrió detrás del micro que se la llevaba hacia un lugar desde el que jamás recibiría una carta.
Lo único que conservaba de ella era una foto que había encontrado en un cajón del dormitorio. Cuando Dávila se deshizo de lo que había pertenecido a su esposa, incluso los retratos de la familia de ella, cuyos padres eran tan jóvenes, Dávila creyó desprenderse de todo. Pero el niño a veces mencionaba aquella foto que él no recordaba haber tomado a su mujer.
-Es en blanco y negro, en un puerto- decía Javier.
-No puede ser, todas las fotos que le tomé a tu madre son en color. A ver, mostrámela...
-No, si te la doy la vas a tirar como a las otras, y yo no me acuerdo más cómo era mamá.
Ahora un asesino andaba suelto por la feria, y debía hallar a su hijo lo más pronto posible. Notó que la policía había dejado de seguirlo. Dos médicos llegaron en una ambulancia y se llevaron el cuerpo en una bolsa negra.
-Se le solicita al público permanecer en su sitio. Las puertas del parque serán cerradas- anunciaron los altavoces.
Eran las cinco de la tarde. El sol comenzaba a ocultarse detrás de unas precoces nubes de tormenta.
Dávila ya no sabía dónde buscar.
-¿Un chico de ocho años? Déjeme pensar...Lo vi en la calesita a eso de las dos, creo.
-¿Pelirrojo? Uno así, pero de quince años más o menos me tiró al suelo para robarme la cartera. Eran las cuatro, sí, un rato antes del crimen.
-¿Quince?-dijo otra mujer- ¡No! El que me atacó era un adulto, y lo vi entrar recién nomás en el salón de los espejos. Estaba desesperado, si hasta me dio lástima. Tenía la cara del que busca su casa.
Dávila corrió hasta la entrada, pero la mitad de las luces estaban apagadas y no había nadie cuidando el lugar. Atravesó el pasillo cubierto de cristales, y entró al salón de los espejos deformantes. A medida que avanzaba veía su cuerpo hacerse alto o bajo, joven o viejo, con dos cabezas o una sola pierna.
La imagen de cabellos rojos se le apareció de nuevo, duplicada cientos de veces, pero no logró hallar la figura original en la penumbra. No debía tener más de veinte años, era pecoso, de cabello rojo revuelto, parecido a un niño que ha crecido demasiado rápido. Luego, lo observó moverse unos pasos, y en los espejos su figura se iba transformando. Primero alto y degado, después bajo y gordo. Dos espejos más allá, el rostro del hombre se hizo joven y viejo al mismo tiempo, pero un nuevo espejo volvió a separarlos. Entonces vio la cara y el cuerpo inconfundibles de Javier en el espejo junto al que reflejaba al asesino.
Dávila gritó:
-¡Hijo!
Pero el chico y el hombre huían ahora hacia la puerta, reflejándose en los sucesivos espejos en un absurdo encadenamiento de imágenes de niños y adultos, de inocentes y malvados. Una y otra vez hasta desaparecer del todo en la oscuridad de la noche.
Dávila salió a la calle, saturada por el perfume que llegaba desde la carpa de la bruja. Después escuchó un disparo, y otros dos unos pocos segundos más tarde. Llegó hasta donde las luces fugaces de las armas habían iluminado la calle.
Tres policías apuntaban hacia el cuerpo caído sobre el suelo de arena. Tenía los brazos extendidos hacia la carpa de la adivina.
Entonces se arrodilló junto el asesino muerto. La cara era de su hijo, pero la expresión era la de un hombre hundido. Y mientras Dávila lloraba, vio un papel que sobresalía del bolsillo del pantalón azul. Era la foto que Javier había encontrado entre las cosas de su madre. El retrato de la abuela tomada en su juventud en el puerto un día domingo. Tan parecida a su hija, que muchos otros antes habían llegado a confundirlas.
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