lunes, 30 de septiembre de 2024

Los oscuros








Cuando llegué a la casa, un grupo de chicos salía cargando cajas de témperas y carpetas de dibujo. Era una casona vieja en el barrio de Quilmes, con un balcón sobre la arcada de la puerta principal y un tejado muy corto que le daba sombra al pórtico.

     Los niños se alejaron por la vereda, y en el umbral, extremadamente bella mientras el sol del mediodía daba en su cara de tenues pecas, estaba Graciela, sola, mirándome como distraída. Luego pareció recordar para qué me había llamado, y abrió un poco más la puerta. La campanilla sonó con cada uno de sus movimientos indecisos.
     -¿Usted es el colocador de alfombras?- preguntó, tímida.
     -Sí, señorita. Vengo a tomar las medidas.
     Me hizo pasar a un salón pequeño, lleno de objetos y muebles, casi sin espacios libres ni nada que a primera vista pareciera inútil. Pero al habituarme al lugar, fui descubriendo cuántos adornos absurdos ocupaban espacios que habrían gritado de desolación de hallarse vacíos. Muñecos de porcelana y de estopa,  platos y tacitas de cerámica, flores de plástico, antigüedades de madera y bronce, animales de cristal.
     Subimos a la habitación de la planta alta, que tenía el balcón al frente. Era el único cuarto desordenado.
     -Hasta ahora lo uso como depósito para el material de trabajo.
     -¿Usted es pintora?
     -Bueno, soy profesora de dibujo y pintura. Pero quiero decorar este cuarto para poner mis cuadros.
     Tropecé varias veces con maderas, restos de marcos, telas, latas de pintura. Junto al ventanal, había cuadros apoyados sobre la pared. Después la miré a ella, iluminada por el sol del mediodía, y su cabello rojizo parecía una llama a punto de apagarse. No debía tener más de treinta años. Llevaba un solero de verano de color azul, el pelo arreglado con unas trenzas sujetas sobre la nuca.  
     Conversamos un rato de todo un poco, no hablaba demasiado, pero fue venciendo de a poco su desconfianza. Me apoyé de espaldas en el marco del ventanal con los brazos cruzados. Tuve ganas de besarla.
     -Son muy bonitos- me animé a decirle, mirando sus pinturas.- Si quiere puedo colgarlos en cuanto el revestimiento esté listo.
     -Es lo que iba a pedirle...- dijo ella entusiasmada, y parecía más feliz de lo que tal vez había estado en mucho tiempo.

     Al día siguiente traje las alfombras. Graciela mantenía la puerta abierta mientras yo llevaba los rollos desde la camioneta. Esta vez tenía el cabello suelto, y sus cejas rojas brillaban con el sol de la mañana. Los mismos chicos del día anterior entraron haciendo un bullicio al que la casa ya estaba acostumbrada. Un ruido vital de voces que aparecían para desaparecer luego a horas prefijadas.
     Recuerdo que esa fue la primera vez que me di cuenta de que faltaba algo en el saloncito, alguno de los cientos de objetos ya no estaba y hacía diferente la decoración, pero era imposible precisar cuál, y lo pasé por alto. Después de sus clases, subió a acompañarme.
     -¿Necesitás algo, Ricardo?
     -No, gracias.
     -Sí, te preparo un café- insistió.
     Graciela siempre encontraba un trabajo nuevo para encargarme. Tres semanas más tarde, las alfombras habían sido colocadas y el revestimiento casi terminado.
     -Decime cómo querés que ponga los cuadros- le sugerí entonces.
     Eligió la ubicación de cada uno, mientras yo, parado sobre la escalera, los apoyaba sobre la pared. Ella observaba de lejos cómo lucían. Trabajamos en esto una tarde tras otra, y los almuerzos y los cafés se sucedieron con un ritmo que ninguno de los dos se atrevió a detener. Recién después de colgar varios cuadros me di cuenta que un dibujo se repetía en todos ellos.
     -¿Qué quieren decir? Me refiero a estas figuras- le pregunté.
     Miró lo que le señalaba, dudando antes de contestarme.
     -Son los Oscuros. Seres de otro mundo muy lejano. Vienen todas las noches a visitarme, y me contaron que nos vigilan, nos controlan. De alguna manera vivimos gracias a ellos. Si quisieran, podrían matarnos.
     Creí que era una broma o una especie de fantasía artística que utilizaba como inspiración. Tres sombras masculinas se repetían en cada pintura, con fondos o paisajes distintos, pero siempre siluetas oscuras e indescifrables de hombres robustos caminando por el centro del cuadro. Por delante iba la figura principal, detrás y a los lados lo seguían otras dos sombras iguales.
     -Es verdad- siguió diciéndome.- Ellos me visitan. Sos la primera persona a la que se lo cuento, y podrían matarme por eso. Así que no se lo digas a nadie, por favor.
     Sonó el timbre y sus alumnos nos interrumpieron. Durante las horas que estuvo abajo dando sus clases, no dejé de pensar en lo que me había contado. Miré por la ventana, y vi a dos vecinas que me observaban desde la vereda, murmurando.
     Hoy me voy temprano, pensé, y no sé si vuelvo.

     Dos días después, supe que me había llamado al negocio para que fuera a terminar el trabajo. Esperaba con total sinceridad, y casi con desesperación, que me dijera que todo había sido una broma. Pero no era de esa clase de personas. Graciela hablaba siempre en serio, con una seguridad que rozaba la petulancia o la inseguridad extrema, no lo sé.
     -¡Qué te vas a meter con esa loca!- me aconsejaron mis amigos cuando les conté. Tenían razón. Por más hermosa que fuese, no necesitaba complicarme la vida.
     Pero tenía que cumplir con mi trabajo. Cuando volví, no hablamos por un buen rato. Era sábado, y ella se quedó en la cocina, haciendo ruidos con los platos y las cacerolas, golpeando las cosas para mostrarme su resentimiento. Yo le contestaba de la misma manera, dejando caer con brusquedad las herramientas sobre el piso. Luego subió y se puso a mirarme desde la puerta.
     -Los Oscuros estarían orgullosos del cuarto que les tengo preparado.
     No podía creerlo de mí mismo, pero sentí celos.
    -¿Y ellos son mejores amantes que los hombres?
     No me contestó, pero tampoco esperé que lo hiciera. Todas aquellas tardes en que fui incubando un sentimiento indefinido, explotaron en una bronca que parecía nacer de mis pantalones y perturbarme la cabeza hasta volverme loco. Fui hacia ella, tropezando con la escalera, me levanté y la vi riéndose con una risa angelical. La abracé y nos besamos con la desesperación de dos seres que han estado solos e incomunicados por mucho tiempo.

     -Así son los Oscuros- me contó la primera mañana que despertamos juntos.- Seres sombríos y estériles, brutales también. La hacen sentir a una agotada y sin esperanza. Van a terminar con el mundo, ¿sabías? Yo lo sé, aunque digan que no lo harán si somos obedientes. Van a matarme al final de todo.
     Dios mío, pensé, cuánta locura tiene esta mujer. Pero le di la razón y dejé que continuara hablando de ellos.
     Graciela ya no pintaba, sin embargo las imágenes que había plasmado de sus visitantes se fueron prendiendo en mi memoria hasta ya no poder deshacerme de su influencia. Llevamos la cama al cuarto nuevo. La luz de mercurio entrando por el ventanal iluminó las paredes cubiertas por los cuadros de los oscuros. A veces quería que me fuese a dormir a mi casa.
     -Por la independencia de cada uno-decía ella.
     Esas noches iba con mis amigos y les hablaba de todo esto.
     -Escuchen, ¿será posible que también me esté volviendo loco?
     Les conté entonces que la primera noche que dormí con ella, alguien había golpeado la puerta varias veces con un ruido ensordecedor. Cuando me asomé por el balcón, unas sombras desaparecieron con rapidez por la vereda. Tan rápido se fueron, que no estuve seguro de haberlas visto realmente. Pero sí oí los pasos alejándose, como si las sombras usaran zapatos.
     -Los Oscuros, son ellos, y están celosos-la escuché decir, acurrucada entre las sábanas, temblando de miedo.
     -Te lo dije, esa mina va a hacerte terminar mal.-Pero no quise escuchar más a mis amigos. Me fui a casa pensando en esos ruidos de zapatos, y en el chasquido de revólver que también había oído y no me atreví a confesarles.

     Dos meses más tarde, la habitación estaba terminada. No encontramos mucho más con qué adornarla, y fue cuando nos dimos cuenta de la cantidad de objetos que faltaban del saloncito.
     -Ellos se los llevan- me contestó, señalando las figuras de los cuadros, con calma y resignación.
     Nuestra cama quedó finalmente en el centro del cuarto, rodeada de sus pinturas, y de la sombra de los Oscuros. Entramos a esa habitación como a un túnel en el que no veíamos más que aquel sitio de encierro, parecido a un templo preparado para nuestra expiación o nuestra condena.
     Una mañana el noticiero de la televisión anunció que un tren había atropellado a un micro escolar en un paso a nivel, y dos de sus alumnos estaban muertos. Se puso a llorar sobre el mantel, y mientras yo le acariciaba el pelo, sin saber cómo consolarla, comenzó a decir que los Oscuros los habían matado.
     Esa tarde fuimos al velorio, y la vi abrazarse con los padres de los chicos tan desesperadamente como si ella hubiese sido la responsable. Nos despedimos con gestos mudos de pesar y desconsuelo. Había oscurecido, y el fresco de la noche me alivió de la pesada angustia de aquel lugar.
     Graciela temblaba, y me pidió que me quedara. Ella creía que los Oscuros estaban enfurecidos.
Esa noche me asomé al balcón antes de acostarnos. La luz de la calle frente a la casa se había apagado, y la otra, media cuadra más allá, enviaba una luminosidad precaria. Volví a escuchar los pasos que se acercaban, y tres sombras paralelas crecían hacia nosotros. Graciela se levantó y se paró detrás de mí. Sentí sus uñas clavándose en mis hombros al verlos pasar.
     -¡Me van a matar, se van a vengar de mi felicidad con vos!-decía, llorando.
     Las sombras dieron vuelta sus cabezas irreconocibles, pasaron justo frente al balcón, pero protegidos siempre por la penumbra. Su taconeo disminuyó por unos instantes, y continuaron después sin detenerse.
     -Borrachos- dije.- Este barrio está empeorando cada vez más.- E intenté consolarla.   
     -¿No me creés?
     -Creo que la policía debería vigilar más el barrio-le contesté, simplemente.


     Al final de nuestros tres meses juntos, ella estaba nerviosa e irritable. No la dejé sola durante las últimas semanas, y creo que llegó a aborrecerme, a pesar de que me rogaba cada noche que no me fuese. Continuaba insistiendo en su locura, sin perder sin embargo su tibia e ingenua belleza.
     El último día de noviembre tuve que hacer un trabajo lejos de la ciudad, y le dije que dormiría afuera. Pero esa mañana Graciela había leído la noticia de varias mujeres asesinadas en La Boca y arrojadas al Riachuelo, e insistió en que esa noche vendrían los Oscuros a buscarla. Yo no esperé esta vez a que siguiera hablando y me conmoviera con su llanto y sus ojos claros.
     -¡Estás loca!- le grité sin pensar, sin darme cuenta de que nunca antes la había llamado así. Entonces cerró la puerta sin mirarme, como una despedida.
     Estuve todo el día recriminándome mi actitud, y decidí pasar a verla. Regresé a las tres de la mañana. A pocos metros de la entrada vi dos sombras que huían hacia la esquina. Corrí detrás de ese taconeo familiar, pero no los alcancé. Fui hasta la casa gritando el nombre de Graciela. Ella estaba en nuestro cuarto, sentada en el piso con la espalda apoyada contra la cama, alumbrada sólo por la luz que entraba de la calle.
     Tenía la ropa interior desgarrada, sucia de saliva y cenizas de cigarrillos. La piel llena de quemaduras, y el cabello recortado y pegajoso. Gimiendo, con la mano izquierda formó la figura de un revólver encañonado sobre su cabeza.
     -Te matamos, me dijeron, si no te quedás quieta te matamos. Están celosos de vos, querido...- Se limpió la sangre que le caía de la nariz y con la otra mano me acarició una mejilla.
     En ese momento escuché el chasquido de un percutor desde el fondo de la habitación. Algo se movía con pasos muy lentos.
     Sólo dos hombres huyeron, pensé. El tercero aún estaba allí. De pronto, antes siquiera de poder levantarme, sentí un impacto fuerte y suave al mismo tiempo, como sólo un hombre y su sombra podrían hacer simultáneamente, derribándome al suelo junto a la cama. El ventanal del balcón se abrió, y la luz de mercurio se movió de un lado a otro del cuarto interrumpida por la sombra fugitiva. Luego saltó del balcón y las ramas del árbol se sacudieron.
      Cuando me levanté, prendí la luz. Pero no me fijé por mucho tiempo en la habitación, la sangre sobre la cama, el cuerpo de Graciela, su corpiño negro rasgado y sucio, ni en ese panorama desolador tan parecido al de sus pinturas, sino en la gran ausencia.
     De los cuadros faltaban las tres figuras de los Oscuros. En su lugar había un espacio blanco, un vacío incomprensible. Como si alguien las hubiese recortado de la tela.
      Pero la tela estaba intacta.






Ilustración: Gillian Hyland

domingo, 29 de septiembre de 2024

La guardiana







A Leticia le gustaba cazar insectos en la playa. Todos los veranos morían entre sus dedos las hormigas, mariposas o escarabajos que alcanzaba a atrapar. Pero eran las libélulas, que ella llamaba aeroplanos de cuatro alas, a las que ofrecía su especial atención.      

     Aguardando en la orilla, cuando las nubes oscuras se formaban hacia el sur sobre el mar y la playa, las veía llegar huyendo de la tormenta para resguardarse entre los arbustos. Entonces dejaba que las libélulas le rozaran la cara con sus suaves alas, y luego las perseguía hasta los médanos para cazarlas.
    Las atrapaba de la cola, contemplando su inútil esfuerzo por escapar, y las ponía en frascos con otros insectos, porque le agradaba ver cómo se devoraban entre ellos. Pero si aún seguían vivos, en su casa los pinchaba con un alfiler sobre una lámina de corcho, y contemplaba su muerte, la agitación de las alas o el suave crepitar de la costra que los recubría.
     Pero hubo un verano sin ni sola tarde de lluvia. Leticia y sus padres habían pasado diez días en la playa con un sol inconmovible sobre sus cabezas, y una mañana decidieron alejarse de las zonas concurridas. La avenida costanera era un camino estrecho en esa zona, abierto entre los médanos, por donde apenas pasaba un colectivo tres veces por día. El calor era propicio para que los insectos salieran de sus escondites. Leticia había visto grandes colmenas colgando de las ramas de los pinos a los costados del camino.
     La calidez del sol penetraba entre las plantas, atravesaba la tela de la sombrilla y los gorros. Se habían recostado a la sombra del auto. Leticia sacó su colección de tortugas marinas y las liberó sobre la arena. Con una piedra rompió los caparazones, dejando los cuerpos desnudos, y los cubrió con sal para verlos hincharse mientras supuraban una espuma que se iba secando hasta dejar los restos encogidos.
     El padre la miraba desde la reposera. Leticia sabía que él iba a retarla como lo había hecho en el auto, cuando ella jugaba con la ventanilla rompiendo los caracoles que había encontrado el día anterior. Los vidrios estaban sucios con hilillos de un líquido espeso y verde. Su padre había detenido el auto, y después de bajarse se paró frente a la puerta de atrás, pero sin decir nada, porque ya muchas veces antes había comprobado la inutilidad de las palabras cuando ella hacía tales cosas.      Leticia lo miró con odio, esperando que su madre saliera a defenderla, pero ella no lo hizo. Entonces no pudo aguantar más los ojos del padre, y empezó a gritar, subiendo y bajando la ventanilla hasta que la manija finalmente se había roto.
    
     -Ponete la gorra…-le dijo su madre en la playa. Pero esta vez no parecía atenta al juego de su hija con las tortugas muertas, sino que miraba hacia el sur, con una mano en la frente protegiéndose del sol.
     Una gran nube negra se acercaba. Leticia también miró hacia allí, y pensó: libélulas, y fue corriendo hacia la orilla.
     -¡Leti, tené cuidado!- gritó la madre, pero ella no le hizo caso y continuó hasta detenerse al borde del agua, viendo cómo la nube se aproximaba con una rapidez inusitada.
     El creciente zumbido superaba el sonido del mar. La gran nube era cada vez más grande, hasta que cubrió la silueta del sol, y todo el cielo se convirtió en una sombra tornasolada sobre la playa.
     Leticia escuchó que su madre la llamaba con un tono asustado en la voz. Se dio vuelta y vio su expresión llena de pánico.
     -¡Avispas! ¡Escondete, Leti, metete en el agua!
     Miró otra vez hacia allí. Una montaña negra viajaba por el aire, sostenida por hilos invisibles. El zumbido se había hecho ensordecedor, se tapó los oídos y corrió hasta el agua. Se hundió hasta por debajo de la nariz, pero no quiso cerrar lo ojos al ver el enjambre que pasaba por encima de ella. La nube de avispas, compacta y negra, comenzó a cubrir el auto de sus padres.
     Ellos habían entrado, pero en vano intentaron cerrar todas las ventanillas. Leticia recordó que esa mañana había roto una de las manijas. Las manos y los brazos de sus padres se agitaban dentro.
     Gritaban, ella pudo escucharlos, y escondió la cabeza en el agua.
     Después se disolvió la lánguida luminosidad y volvió la clara estridencia del sol. Se asomó a la superficie. Esperó un largo rato, hasta asegurarse que no había un solo insecto. El mar estaba sucio, miles de avispas muertas enturbiaban el agua como negras manchas que cambiaban de forma.
     Caminó hacia el auto con lentitud, tiritando. El aire se había enrarecido, un olor a polvo y humedad estaba estancado en la playa.
     Había más avispas muertas en la arena, y otras aún vivas que levantaron vuelo al verla llegar. Apoyó la frente en el parabrisas. La ropa de sus padres estaba cubierta de pequeñas manchas de sangre. La madre tenía la cara enrojecida e hinchada. Varias aguijones permanecían clavados aún en el centro de cada picadura. Las manos de su padre rodeaban el cuerpo de su mujer, cubiertas de ampollas, destilando un líquido purulento. Pero las manos todavía se movían con irregulares espasmos, y sus ojos se abrieron, de pronto.
     ¿Me está mirando?, se preguntó Leticia, pero los párpados volvieron a caer definitivamente. Sus padres habían muerto, pensó en ese instante, de la misma forma que los insectos encerrados en sus frascos.
     Miró alrededor. Ni un poco de brisa aliviaba el insoportable calor. Sólo el rumor de las olas, como un residuo de la plaga. Y comenzó a gritar. Y en medio de su grito escuchó un motor, un signo de vida artificial en esa playa solitaria. El colectivo de las cinco de la tarde, el último que pasaría por allí ese día, se acercaba.
     Leticia corrió hacia la calle a través de los médanos ardientes que le quemaban los pies. El colectivo venía demasiado rápido, levantando el polvo y la arena por encima de los arbustos igual que la cola de un cometa.
     Llegó casi sofocada y agitando los brazos. El colectivo frenó justo frente a ella. Se abrió la puerta y Leticia se puso a llorar recostada en el estribo.
     -¿Por Dios, hija, que te pasó?- preguntó el chofer.
     Pero ella siguió llorando, con su piel indemne, sana, como una sobreviviente.

     A los veinte años, Leticia dejó la casa de su abuela para mudarse a la costa.
     -Allá está el asesino-le dijo a la vieja.-Es tiempo de que vuelva para advertir a la gente de su presencia.-Y se fue con una valija casi vacía de ropa, pero llena de recortes de periódicos que comentaban la plaga de avispas que había azotado la costa más de diez años antes.
     Su abuela no le dijo nada, sabía que era inútil retenerla cuando Leticia se había propuesto algo. Todos aquellos años de portarse como una adolescente obediente habían sido un remanso, una transición, quizá. La vio partir con su cuaderno de recortes bajo el brazo, como si fuese un libro de actos en donde asentar las buenas y malas acciones. El resultado estaba en rojo, le había dicho su nieta muchas veces.
     Durante los inviernos permanecía en su casa pequeña, de paredes musgosas, con las persianas siempre cerradas. Los meses y su frío llegaban y se iban sin que casi asomara el rostro por la puerta.
     Era rubia, tenía el pelo largo y revuelto. A veces los vecinos la veían sentarse bajo un árbol en el jardín oscuro, sometida al viento y las agujas de pino que caían en sus hombros. Se adentraba en los bosques de la zona con su ropa ancha y algo sucia, siempre buscando nidos de avispas.
     En los veranos iba a la playa, pero lejos de los turistas, apartada entre las dunas, sin desvestirse jamás, transpirando bajo el sol. A las cinco de la tarde tomaba el colectivo, con el mismo chofer que la había rescatado, ahora en un vehículo más nuevo.
     Pero un día otro era el hombre que lo conducía.
     -¿Dónde está Raúl?- preguntó ella.
     -Murió la semana pasada. De una gripe fuerte, creo, además, estaba enfermo.-Y el hombre se tocó el pecho.   
      Leticia se ubicó en el primer asiento, el de siempre, y no habló durante un largo rato hasta que preguntó el nombre al nuevo chofer.
     -Cristian-dijo él.-Me contaron de usted en la empresa, dicen que me acostumbre a verla...
     -¡Si vivo aquí!- le contestó, enojada. No era habitual aquel tono descortés, pero la muerte de su amigo la había sobresaltado. -Raúl me salvó la vida, ¿sabe?
     -Así me dijeron- asintió el muchacho, sin apartar la mirada del camino.
     El mar se asomaba en cada una de las esquinas, por las entradas a la playa. Las nubes crecían rápidamente, y las libélulas se cruzaban frente al colectivo y morían contra el parabrisas.
     -¡Pobrecitas! Ellas son inofensivas. Trate de no matarlas, por favor.
     El chofer la miró, sin ocultar la burla en sus ojos.
     -No tiene que ser insolente- dijo Leticia. Ella se había labrado una reputación que cuidar, y una tarea que cumplir. Una y otra eran parte de la misma misión. Todos la creían una loca inofensiva, estaba al tanto de eso, y por tal razón la dejaron en paz a lo largo de todos esos veranos.
     -¿Sabe por que me llaman la “guardiana”?- comenzó a contar. -¿Se acuerda del naufragio del pesquero hace dos años? Yo les advertí que no zarparan esa noche, y no me hicieron caso. El guardacostas después fue a preguntarme cómo lo había sabido, si ni siquiera los meteorólogos pudieron preverlo. Me miraron como a una bruja, y no pude contestarles.
     Durante los siguientes viajes a la terminal de colectivos, Leticia le habló también de la vez que había adivinado dónde hallar el cuerpo de una mujer ahogada, de cuando adelantó el asesinato de una familia en una casita de la playa, y de las tantas veces que advirtió a la gente la llegada de las avispas.
     -Esta ropa me protege de ellas. Es tan gruesa porque la tejí yo misma con un punto muy cerrado que inventé.
     Leticia se daba cuenta de la mirada desinteresada y esquiva del muchacho. Si por lo menos se hubiese reído, lo habría tolerado, pero no esa indiferencia, como si ella no fuese nada y su presencia no cumpliese con la misión que le había sido encomendada. Nunca supo cómo adivinaba tales cosas, pero era algo que había nacido en ella en esa misma playa mucho tiempo antes.
     -Los salvo… -dijo apoyando una mano sobre el hombro del chofer.- Lo que está en el mar estuvo en mí, aún lo está y debo continuar sacándolo, célula por célula, como un quiste que vuelve a crecer con el tiempo. Tiene mil formas, incontables en realidad, y está ahí afuera en la playa. Yo he visto algunos de sus disfraces. Esa sombra negra en el cielo, que vi cuando tenía nueve años, es la que más debe parecerse a su verdadera cara.
     -Ya llegamos, señora- la interrumpió él, apagando el motor.
     -Hasta mañana- saludó ella, y se alejó con los brazos cruzados bajo el chal grueso, mientras el viento revolvía su cabellera rubia.
     Caminó con lentitud a través de las calles pobladas de turistas bronceados, pensando en la familia que había visto llegar dos días antes, y a quienes iba a proteger. Ellos bajaban a la playa a las diez de la mañana, y se quedaban hasta el anochecer. Los chicos corrían incansablemente, y luego se acostaban a la sombra de la carpa durante la siesta. La esposa era muy bella, y el marido un hombre de poco más de treinta años, que a las cinco de la tarde comenzaba a preparar la caña para la pesca. Enterrando el soporte en la arena húmeda, se metía en el mar con el agua hasta el pecho. Lanzaba entonces el anzuelo con el gesto enorme y poderoso de sus brazos, venciendo a las olas turbulentas como si llevara un mástil que un héroe legendario moviese en señal de victoria.
     El hombre regresaba a la playa cediendo la línea, un poco floja primero y más tensa después. Dejaba la caña en el soporte y se sentaba en la arena junto a su mujer, vigilando, pendiente de esa sola tarea, la más importante que debía ocupar en ese instante el universo de su mente.
     Leticia, al principio no sabía por qué se había fijado tanto en aquella familia. Pero al día siguiente de verlos por primera vez, se había cruzado con el hombre en la entrada a la playa, y vio sus ojos, tan parecidos los de su padre. A esa mirada última que él le había ofrecido desde el auto. Entonces ya no pudo evitar seguirlo para observar cada movimiento o gesto de su rostro bajo el sol que lo bronceaba. Si el hombre permanecía quieto o acostado en la arena, ella seguía pendiente de su parpadeo y la expresión de sublime ansiedad con él que vigilaba la caña.
     Leticia estaba decidida a protegerlo de todo lo que pudiese hacerle daño.

     A la tercera tarde, nada había cambiado. Eran las siete, y comenzaba a oscurecer. El hombre y su esposa estaban sentados mirando el mar, mientras los chicos jugaban en la orilla.
     De pronto, la línea se tensó y él comenzó a enrollarla con la pausada calma de un experto. La mujer también se puso de pie mientras lo miraba, y los niños se reunieron con ella. La caña se doblaba mientras el hombre intentaba tirar hacia atrás. Quizá el pez era más grande de lo que esperaba.
     Debe estar pensando en la cena que preparará a sus hijos esta noche, se decía Leticia admirándolo de lejos.
     El hombre había comenzado a adentrarse en el mar. Las olas ya le llegaban al pecho, luego hasta el cuello, mientras alzaba la caña para que las olas no se la arrebatasen. Pero las olas empezaron a cubrirlo por instantes. La cara del hombre giró hacia la playa por una única vez, y en el rostro, antes que una ola lo tapase completamente, Leticia descubrió lo que ella había visto tanto tiempo antes.
     El hombre desapareció bajo el agua, mientras la caña flotaba.
     -¡Papá!-gritaron los niños. La mujer se había quedado quieta, su labio inferior temblaba.
     Pasaron diez, treinta segundos, tal vez un minuto, pero la cabeza no volvió a emerger. Luego unos brazos se movieron con gestos desesperados en la superficie, y Leticia supo que lo mismo que se había llevado a sus padres, se lo estaba llevando al fondo del mar. Ya de nada servirían las advertencias o los presagios, porque estaba de regreso para esquivar las endebles barreras que Leticia había logrado construir en esos años.
      Por eso corrió, sin prestar atención a la mujer y los hijos que la miraban asombrados. Se metió en el agua con aquella ropa gruesa, pesada como un ancla al mojarse. Nadó como pudo, precariamente, tragando y escupiendo la salobre espuma. Los cabellos largos flotaban en las olas, envolviéndole la cara como una trampa de algas, de seda marina.
     Vio los brazos del hombre que continuaban moviéndose, ya débiles. Estaba a pocos metros de él, pero la distancia se acrecentaba con cada ola interpuesta, con el agua que la empujaba hacia atrás, siempre un poco más hacia atrás.
     El cielo se había oscurecido, parecía mojado por las olas. Un grito aislado la estimuló a seguir. Era la voz del hombre, y oyó después el sonido atronador del oleaje profundo. El ruido de una inmensa cantidad de agua que se arremolinaba, como nubes formadas por innumerables columnas de avispas, columnas de agua ascendiendo desde el lecho del mar. Las nubes eran grises como las olas.
     Nada había alrededor. Sólo la playa lejana con personas que los observaban, como si los dos estuviesen metidos en un enorme frasco con agua y aire.
     Una ola empezó a nacer a pocos metros. El agua se estaba levantando y formando un cilindro, un gran rizo de espuma, y un hueco en el centro. Como un puño inmenso de sal y espuma.
     -¡A él no!-gritó Leticia.
     Pero la ola se derrumbó sobre el hombre y su guardiana.                                                                                                




Ilustración: Carmen Laffon de la Escosura

sábado, 28 de septiembre de 2024

La feria







Nicolás Dávila llegó con su hijo de la mano, caminando entre los puestos de comida y de juegos. Las hamacas mecánicas sacudían a la gente en las alturas. Los niños corrían entre la multitud, perdidos o simplemente agitados y felices. El suelo, prácticamente cubierto con restos de helados, caramelos y papeles, resplandecía, sin embargo, con el sol justo encima de la montaña rusa.

      La mano del niño se fue desprendiendo de la mano de su padre. Los dedos de ocho años se aflojaron despacio, sin violencia, mientras el niño dirigía su mirada asombrada hacia los puestos de tiro al blanco, los carritos que vendían manzanas acarameladas y la calesita que giraba una y otra vez. Dávila sintió un olor extraño en el ambiente, un aroma a humedad que contrastaba con el clima seco del aquel verano. Quizá fuera el sudor de la gente acumulado durante todos aquellos días. Pero no era eso, se dijo él, sino algo que daba la impresión a viejo, a remotamente antiguo salido de los desvanes de la memoria.
     Recorrieron el sendero estrecho y empedrado que llevaba a la boletería, y el vendedor los sorprendió con un grito jubiloso.
      -¡Felicitaciones!- dijo detrás de la ventanilla enrejada, y un payaso apareció junto a ellos entregándoles un boleto dorado.
     -Ustedes son nuestros clientes aniversario, recibirán muchísimas sorpresas-siguió diciendo el empleado, mientras el payaso levantaba al hijo de Dávila y empezaba a bailar con él en brazos. La gente se acercó, formando un semicírculo a su alrededor. 
     -¿Será para su hijo el boleto sorpresa, señor?
     La voz del vendedor sacó a Dávila de su abstracción. Parecía distraído, pero estaba concentrado, en realidad, en la curiosa y abrupta necesidad de llevarse al chico lo más rápido posible de ese lugar. El imperioso deseo de compensar al niño por la pérdida de su madre, de consolarlo y consentirlo, había sido reemplazado ahora por un miedo incierto.
     Pero Javier estaba riendo como pocas veces lo había hecho antes, y la remera se le salía de los pantalones al dar vueltas entre los brazos del payaso.
     -Sí, por supuesto- contestó Dávila.-¿Qué tenemos que hacer?
     -Nada, señor, las sorpresas irán apareciendo a su debido tiempo. Tienen todos los juegos libres. ¡Absolutamente gratis!
     El niño regresó a su lado, agitado aún y de la mano del payaso.
     -Papi, ¿a dónde vamos primero? Mirá esa carpa, ¿qué es?
     Los tres observaron la tienda de colores estridentes.
     -La carpa de la Bruja, la más mala de toda la provincia-les dijo el payaso.- Tengan cuidado con ella, y nunca la miren a los ojos.
     Dávila recordó el folleto que le habían entregado en la calle unos días antes. La foto de una bruja resaltaba en el papel, cavernosa y triste, pero muy hermosa. Y al mirar la carpa, supo qué era lo que había sentido al ver esa cara: lo mismo que lo hizo detenerse en la calle para observar con atención aquel rostro nuevo y antiguo al mismo tiempo. La cara de una mujer es la cara de todas ellas, pensó él en ese momento.
      En cuanto entraron a la tienda, el bullicio de la multitud se apagó, y la mujer los estaba mirando, sentada frente a una mesa con un mantel de pana roja. Dávila se sintió atraído por los senos blancos que asomaban del escote de la bruja, por el cabello negro que le caía sobre los hombros apenas cubiertos por un chal con encajes. Notó que Javier también la miraba extasiado, sin quitar la vista de los ojos grandes y violetas.
     -Así que éste es el pequeño ganador del boleto de la suerte. Muy bien, caballerito, acérquese a mí.-La voz era más sensual aún que su aspecto, y parecía llegar no de sus labios, sino como un gemido gutural. Dávila la miraba, y a pesar de tener en mente la advertencia del payaso, se dejó llevar por la voz y los ojos de la bruja. No era un hombre, ni siquiera un niño ahora, era un elemento frágil en las manos de ella. Sólo recordaría, después, que la había visto agarrar al niño y sentarlo en su falda.
     -¿Querés saber tu futuro?- había preguntado ella, y Javier asintió con la cabeza.
     -Bueno. Había una vez un chico que llegó a la feria un domingo al mediodía, y fue directamente hasta donde un oso gigante de trapo lo estaba esperando. Era un oso como el que siempre quiso y nunca le regalaron.
     Dávila despertó del ensueño en el que se había sumido, y su hijo ya no estaba. No lo había visto salir de la carpa. Cuando le preguntó a la bruja, ella sólo hizo un gesto de hastío con los ojos.
     -Búsquelo, o se perderá el resto de las sorpresas.
     Salió de la tienda y una pesadumbre lo abrumó igual que el ruido y la luz enceguecedora de la tarde. Había perdido al niño y era su culpa.
     -¡Ay, Dios mío, me robaron la cartera!- gritó una mujer, mientras él intentaba decidir dónde buscar. La gente la rodeaba, mirando hacia el ladrón que huía entre la muchedumbre. Algunos hombres intentaron perseguirlo, pero se dieron por vencidos a los pocos metros.
     -Un chico, ¿podés creerlo?- dijeron dos viejas a su lado.
     Entonces vio, a lo lejos, la figura de un oso sobre el techo de un stand.
     -¡Javier!- gritó, abriéndose paso hasta el oso de juguete, gigante y hermoso, colocado encima del puesto de tiro, y que era el premio principal. Pero la gente amontonada alrededor no lo dejaba avanzar. Se puso en puntas de pie para ver mejor.
     -¿Qué pasa?-preguntó.
     -Un chico está acertando todos los tiros, es increíble- le dijeron.
     Escuchó los disparos, infalibles, certeros, uno tras otro, y los aplausos que los festejaban. Alcanzó a ver, junto al mostrador, un grupo de más de veinte personas rodeando un espacio que parecía vacío, pero del que asomaba una cabeza pelirroja sobre la mira de un rifle. Las manos pecosas de Javier sostenían el arma, y con un dedo en el gatillo disparaba una y otra vez en un alarde de habilidad incomprensible.
     -¡Javier, Javier!
     Pero la gente había vuelto a interponerse y cuando la vista se despejó, el oso ya no estaba. Una mano debió agarrarlo de una pata para entregarlo al niño. Y entonces vio al muñeco tambalearse entre la gente, ocultando la cabeza pelirroja de su hijo. Dávila intentó seguirlo, pero el niño corrió escabulléndose por las piernas de los paseantes.
     Eran las dos de la tarde, el sol continuaba alto, incansable. Recorrió las calles del parque dando vueltas muchas veces por los mismos lugares y puestos. El chico nunca se había comportado así, se dijo él. Sólo aquella vez en el campo, cuando había desaparecido toda una tarde, y lo encontraron dormido junto a un arroyo con el gato muerto sobre su pecho. El animal tenía las entrañas abiertas, y las manos de Javier estaban llenas de sangre. Pero eso había pasado casi dos años antes, y Dávila intentaba olvidarlo.

     Los guardias de seguridad aparecían y desaparecían entre los puestos, buscando quizá al carterista, que había vuelto a actuar durante aquella hora. La gente hablaba de él como si se tratara de diferentes hombres, porque los testigos no coincidían sobre la edad.
     -Disculpe, oficial, busco a mi hijo que se perdió. Tiene ocho años y es así de alto..., a lo mejor lleva un oso de juguete todavía.
     El policía y su compañero se miraron como si sus pensamientos de pronto chocaran y fuesen uno solo.
     -¿Cómo iba vestido?-preguntaron.
     -Con pantalón corto azul y una remera blanca. Tiene el cabello rojo, muy brillante.
     Los agentes volvieron a mirarse.
     -¿De qué edad me dijo?
     Repitió la edad, y dijeron que le avisarían por los altavoces si lo hallaban. Cuando él comenzó a alejarse, vio que los policías lo seguían.
     Pasó por la carpa de la adivina, por si acaso Javier había regresado. La entrada estaba cerrada, e intentó probar en el puesto de tiro al blanco, ya casi vacío.
     -¿Vio volver al chico del oso?- preguntó al hombre del mameluco verde. Pero el otro lo miró con ira.
     -El ladroncito ése no va a venir otra vez, y si lo hace lo agarro de una oreja y se la corto. Pero antes lo hago devolverme el rifle que me robó.
     -Está equivocado, mi hijo no roba-dijo él sin pensar siquiera, como un reflejo natural, defensivo.
     -¿Su hijo?- El tipo lo sujetó del cuello de la camisa.-Tu hijito es un ladrón de mierda, ¿entendés?
     La punta del cañón de un rifle apareció en el espejo del costado. Ambos se dieron vuelta y escucharon el disparo. Vieron el cabello rojo y largo de un muchacho quizá de veinte años. No demasiado alto pero delgado, que vestía una remera blanca. Entonces la gente comenzó a correr hacia el cuerpo que se derrumbaba sobre el polvo y el pasto aplastado alrededor de la quermese. Los policías llegaron y apartaron a la muchedumbre.
     El hombre había soltado a Dávila y corría hacia donde estaban los demás. Él se quedó quieto, mirando el espejo en donde había visto al muchacho que se parecía a su hijo de ocho años.
     -¡Apuntó directamente a la mujer!- decía la gente. Los helados y manzanas caídos al suelo eran pisoteados y se mezclaban con el barro. La música de la calesita siguió sonando discordante y solitaria. Pero sólo Dávila había visto la cara del asesino, que había huido hacia los límites de la feria, rápido y ágil como un atleta.
     Recordó las carreras de Javier en el campo de la escuela. Su hijo siempre ganaba, y los trofeos se fueron acumulando en su habitación hasta saturar los estantes del armario. Ese afán por las carreras comenzó un día cuando el niño tenía seis años, y su madre los había dejado. Antes de irse, ella le regaló aquel gato como obsequio de despedida. Javier corrió detrás del micro que se la llevaba hacia un lugar desde el que jamás recibiría una carta.
     Lo único que conservaba de ella era una foto que había encontrado en un cajón del dormitorio. Cuando Dávila se deshizo de lo que había pertenecido a su esposa, incluso los retratos de la familia de ella, cuyos padres eran tan jóvenes, Dávila creyó desprenderse de todo. Pero el niño a veces mencionaba aquella foto que él no recordaba haber tomado a su mujer.
    -Es en blanco y negro, en un puerto- decía Javier.
    -No puede ser, todas las fotos que le tomé a tu madre son en color. A ver, mostrámela...
    -No, si te la doy la vas a tirar como a las otras, y yo no me acuerdo más cómo era mamá.

     Ahora un asesino andaba suelto por la feria, y debía hallar a su hijo lo más pronto posible. Notó que la policía había dejado de seguirlo. Dos médicos llegaron en una ambulancia y se llevaron el cuerpo en una bolsa negra.
     -Se le solicita al público permanecer en su sitio. Las puertas del parque serán cerradas- anunciaron los altavoces.
     Eran las cinco de la tarde. El sol comenzaba a ocultarse detrás de unas precoces nubes de tormenta.
     Dávila ya no sabía dónde buscar.
     -¿Un chico de ocho años? Déjeme pensar...Lo vi en la calesita a eso de las dos, creo.
     -¿Pelirrojo? Uno así, pero de quince años más o menos me tiró al suelo para robarme la cartera. Eran las cuatro, sí, un rato antes del crimen.
     -¿Quince?-dijo otra mujer- ¡No! El que me atacó era un adulto, y lo vi entrar recién nomás en el salón de los espejos. Estaba desesperado, si hasta me dio lástima. Tenía la cara del que busca su casa.
     Dávila corrió hasta la entrada, pero la mitad de las luces estaban apagadas y no había nadie cuidando el lugar. Atravesó el pasillo cubierto de cristales, y entró al salón de los espejos deformantes. A medida que avanzaba veía su cuerpo hacerse alto o bajo, joven o viejo, con dos cabezas o una sola pierna.
     La imagen de cabellos rojos se le apareció de nuevo, duplicada cientos de veces, pero no logró hallar la figura original en la penumbra. No debía tener más de veinte años, era pecoso, de cabello rojo revuelto, parecido a un niño que ha crecido demasiado rápido. Luego, lo observó moverse unos pasos, y en los espejos su figura se iba transformando. Primero alto y degado, después bajo y gordo. Dos espejos más allá, el rostro del hombre se hizo joven y viejo al mismo tiempo, pero un nuevo espejo volvió a separarlos. Entonces vio la cara y el cuerpo inconfundibles de Javier en el espejo junto al que reflejaba al asesino.
     Dávila gritó:
     -¡Hijo!
     Pero el chico y el hombre huían ahora hacia la puerta, reflejándose en los sucesivos espejos en un absurdo encadenamiento de imágenes de niños y adultos, de inocentes y malvados. Una y otra vez hasta desaparecer del todo en la oscuridad de la noche.
     Dávila salió a la calle, saturada por el perfume que llegaba desde la carpa de la bruja. Después escuchó un disparo, y otros dos unos pocos segundos más tarde. Llegó hasta donde las luces fugaces de las armas habían iluminado la calle.
     Tres policías apuntaban hacia el cuerpo caído sobre el suelo de arena. Tenía los brazos extendidos hacia la carpa de la adivina.
     Entonces se arrodilló junto el asesino muerto. La cara era de su hijo, pero la expresión era la de un hombre hundido. Y mientras Dávila lloraba, vio un papel que sobresalía del bolsillo del pantalón azul. Era la foto que Javier había encontrado entre las cosas de su madre. El retrato de la abuela tomada en su juventud en el puerto un día domingo. Tan parecida a su hija, que muchos otros antes habían llegado a confundirlas.


viernes, 27 de septiembre de 2024

Mara en la plaza






Mara abre la ventanilla. Ve correr a su hijo detrás del micro durante tres cuadras, casi al mismo ritmo porque el tráfico del centro y los semáforos demoran la salida de la ciudad.

     Está fumando, nerviosa. La mujer a su lado la observa con una mirada escrutadora. Ella se da vuelta para evitarla. Ve de nuevo al niño, que ahora se va rezagando en el camino. Por fin ha quedado atrás, y Mara se siente aliviada.
     Los problemas la persiguen siempre, piensa, mientras más rápido escapa la buscan hasta alcanzarla. Así había pasado cuando conoció a Nicolás. Un día supo que estaba embarazada, y no deseaba eso, aborrecía el hecho de verse atada a alguien por el resto de su vida. A su novio iba a dejarlo pronto. El problema era el bebé, y todos se habían enterado. Su familia había comenzado a vigilarla día y noche, mientras ella seguía pensando, sin decidirse, qué hacer.
     -Conozco a un médico…-le había dicho una amiga.-Si no te apurás, va a ser muy tarde.-Y Mara fue a verlo.
     Cuando llegó a esa casa en las afueras de la ciudad, tuvo miedo. Era una casita baja, con tejas sobre el alero cubriendo la puerta de madera despintada, con un jardín repleto de cosas viejas.
     El médico abrió la puerta.
     -Vos sos Mara, ¿no es cierto? Me dieron tu mensaje. Pasá.
     Tenía barba, el pelo un poco largo y sus manos-Dios mío, pensó ella al verlas-tenían pequeñas manchas de sangre seca.
     Dos chicas más esperaban en una salita. Se sentó junto a ellas, pero ni siquiera la miraron. El techo tenía goteras en las esquinas, de las paredes colgaban fotos de paisajes, ya amarillentas y rasgadas. En el aire había un olor a medicinas, alcohol y fermentos. El aroma de la sangre, Mara lo sabía. Aunque si escapaba ahora, su futuro no iba a ser mejor. De esa forma intentó consolarse, juntando fuerzas para quedarse junto a las otras pobres tontas que habían cometido el mismo error. Por lo menos no estaba sola.
     El hombre apareció de nuevo desde la habitación del fondo acompañando a otra chica, que salía con las manos sobre el bajo vientre y una expresión de dolor en los ojos. Después entró la siguiente.
     Mara esperó casi dos horas, y no recordaría después cómo había podido soportar todo ese tiempo. En una ocasión se levantó y fue hasta la puerta, intentó abrirla pero estaba cerrada con llave. Oyó un gritito suave que venía del cuarto.
     Podré aguantarlo, se dijo, soy más valiente que las otras.
     Entonces le tocó entrar a ella. La habitación era simple. Una camilla alta, como la del ginecólogo de su madre, pero vieja, con hierros oxidados y tornillos flojos. Se acostó y abrió las piernas.
     -Va ser un poco más doloroso para vos, ya tenés casi dos meses, pero no te preocupés-le decía el médico mientras colocaba sus manos desnudas sobre ella.
     Sintió el frío del instrumental. Un frío que le llegó a los huesos, brutal, rápido. Después, un leve desvanecimiento que le alivió el dolor. Fue ésa la primera vez que tuvo aquel sueño que ya no la abandonaría. Veía una calesita dando vueltas muy lentamente, como si le costara arrancar, en medio de una plaza vacía y envuelta por la bruma.
     Cuando despertó, la cara oscura del hombre estaba junto a ella.
     -Ya está- le dijo.
     Mara se levantó con su ayuda, y un torrente de sangre pareció caerle de pronto desde la cabeza hasta los pies. Pero ella estaba seca. Se puso los pantalones y salió. Sus manos rozaron los dedos de él al darle el dinero. Había tocado muchos objetos en esa casa, pero aquellos dedos fueron lo único que le produjeron náuseas.
     
     Mara se revisa las manos. La derecha sostiene el cigarrillo casi apagado, la otra está cubierta por un guante de lana. Pasaron casi seis años, piensa, mientras mira por la ventanilla las casas pobres al costado de la ruta. Sitios parecidos al que ella había ido para deshacerse de su hijo.
     Y dos horas después de haber abandonado esa casa, se había acostado en su habitación.
     -No estoy bien, mamá-dijo al regresar. Pero no quiso que nadie entrara a verla, ni siquiera José, que había vuelto varias veces durante la tarde preguntando por ella.
     El calor la sofocaba. Si levantaba un poco la cabeza, el vértigo la hundía en el abismo abierto junto a la cama. Se miró las manos pálidas, sin sangre casi, y de pronto descubrió que su cuerpo estaba deforme, hinchado como a punto de estallar. Se estaba muriendo, lo sabía, y gritó.
     Tuvo que quedarse tres semanas en el hospital, en medio de la fiebre que no quería ceder y soportando inyecciones todos los días. A su alrededor pasaban sombras, escuchaba los cuchicheos de su familia comentando que la policía había hecho preguntas. Mara recordó en sueños el discurso del ministro Farías por televisión condenando los abortos. Pero ella estaba libre de todo eso ahora, lo presentía, porque algo continuaba creciendo dentro de ella. Esa misma pesadilla, la de la calesita que daba vueltas y vueltas hasta marearla, entre la bruma de la plaza dispersándose de a poco. Nadie habitaba, sin embargo, aquel sitio de su sueño.
     Nicolás estaba a su lado en la habitación, agarrándola de la mano mientras ella, dormida, tarareaba la melodía de la calesita. 
     -Andate, no quiero verte, vos tenés la culpa-le dijo al despertar. Pero él no se fue.
     Cuando la llevaron a casa, vio un pasacalle justo frente a la puerta. Ellos tenían todo preparado. La boda iba a ser un mes después, y había que darle un apellido al niño, que después de todo había logrado sobrevivir.

     -¿Se siente bien?-le pregunta la mujer de al lado.-Está tan distraída que se va a olvidar de bajarse en su pueblo.
     -No se preocupe- contesta.
     El chofer anuncia la llegada a Junín. Mara agarra su valija y desciende sobre el barro de la estación de ómnibus. El sol ya ha salido después de la lluvia nocturna.
     Recuerda a Javier corriendo detrás del micro. Basta, se dice, ahora soy libre. El chico la había atado fuertemente, al fin de cuentas, y por eso lo detesta. Y él también a ella, había podido verlo cientos de veces en esos ojos pequeños y oscuros como los del padre. Cada vez que la abrazaba, era como si le pusiera cadenas alrededor del cuello.
     La ciudad parece tranquila. Pocos autos, edificios bajos en veredas amplias. A lo lejos se escucha el repiqueteo del tren; el aroma del campo cercano, poblado de eucaliptos, le produce un delicioso ardor en la nariz.
     Respira profundo y se dispone a buscar la peluquería que va a contratarla.
     -¿Conoce este lugar?- pregunta a alguien en la calle, mostrando el papel con la dirección. Una anciana le indica el sitio. La voz de la mujer se le pega a los oídos como una promesa de bienestar incondicional. Se siente otra, una desconocida sin ataduras ni pasado, en medio de esa tarde dormida. El sol cae sobre los almacenes y la plaza. Mara oye un tintineo, igual que en sus sueños.
     Sabe ahora que en la plaza cercana hay una calesita, y debe evitarla. En los últimos cuatro años el sueño la había preocupado. La calesita había adquirido detalles cada vez más perfectos. Las figuras de los caballos e hipocampos con su propia y peculiar distinción de formas y colores, subiendo y bajando al ritmo de la música tintineante, desentonada, dando vueltas en el vacío. Pero nunca hubo niños en la calesita de sus pesadillas.
     Por eso jamás quiso llevar a Javier al parque de diversiones.
     -¡No!- le decía, y terminaba la discusión con una bofetada en la mejilla del chico. Él no lloraba. En el rostro enrojecido por el golpe, parecía crecer un odio que a ella le aliviaba la vieja culpa.
    
     Mala suerte, piensa. La peluquería está frente a la plaza. La música entra con ella al abrir la puerta.
     -Buen día- saluda.- Hablé con usted desde Buenos Aires.
     -Sí, me acuerdo- contesta el dueño con tono levemente afeminado.- Sentate, en un ratito hablamos.- Y sigue atendiendo a una clienta.
     El sitio es lindo, piensa ella. Mira los espejos, las plantas artificiales y los objetos de tocador en los estantes. Voy a ser feliz acá por un tiempo, si no me canso antes, insiste en convencerse. Mira de soslayo hacia la calle, a la plaza que esconde, entre bancos y árboles, el objeto del sueño.
     -A mis clientas les gustan las chicas rubias y bien peinadas- le dice su jefe un rato después.-Así que te voy a teñir un poco, si me permitís.
     -No hay problema, me gusta cambiar.
     Al día siguiente se para en la puerta de la peluquería, con su nuevo color en el cabello lacio, recogido en una trenza sobre el hombro derecho, y un delantal blanco con el rótulo de “Coiffeur”. Se siente contenta, y como es de mañana ni siquiera recuerda que existe una calesita en la plaza. Los niños van a la escuela, pero no les hace caso al verlos caminar por la vereda. Intencionalmente evita mirarlos.
     A Javier lo llevaba el padre al jardín de infantes, pero ella una vez tuvo que ir a buscarlo. El bullicio de los niños y las madres la mareaba. No podía evitarlo, era su cuerpo el que rechazaba esas cosas. Aquel día tomó a Javier de la mano y se lo llevó bruscamente, para salir lo más pronto posible de la escuela. Odiaba las miradas descalificadoras de las otras madres.
     Ahora, sin embargo, mujeres como aquellas- esas madres perfectas-dejan a los chicos en la plaza y entran a peinarse. Ella debe atenderlas sin recelos, escuchar sus conversaciones sobre pañales y problemas escolares sin inmutarse.
     -¿Tenés chicos?- le preguntan, y se siente amenazada. Pero una vieja la salva de contestar.
     -¡Qué va a tener, si es una nena todavía!-Mara sonríe angelicalmente, como si sus pensamientos nunca hubiesen existido.
     Escuchándolas hora tras hora, viendo sus ojos alegres en medio de la desilusión cotidiana, siente que la culpan. Lo saben, estoy segura. Las mujeres lo adivinamos todo sobre las demás. Le dan ganas de cortarles el pelo hasta la raíz, estropearles la cabeza por un tiempo a esas engreídas, pero se contiene. Tonterías como ésa fueron las que tantos problemas le han causado.
     Al abrirse la puerta, oye la música de la calesita.
     -¡Mamá, dame plata!- gritan los chicos, mientras entran corriendo al salón. Las mujeres buscan monedas en sus carteras y se ríen.
     -No gasten en golosinas-les gritan cuando ellos salen.
     Dejan la puerta abierta. La música sigue haciendo doler los oídos de Mara. Ella recuerda su sueño. Intenta imaginar una calesita llena de niños. Tal vez así formada, completa, la imagen llegaría a desaparecer. Pero no puede. Se da vuelta para mirar afuera.
     El mediodía ya ha pasado. El sol de la tarde brilla espléndido. Sigue con la mirada las carreras de los niños que cruzan la calle hasta más allá de los arbustos. Ve únicamente el techo de la calesita. Sabe que esa tarde irá a la plaza.

     A las siete y media se despide y deja la peluquería. Cruza la calle. Las luces de los faroles se han encendido, iluminando los juegos y los carritos de golosinas. La gente pasea con sus hijos y camina bajo las guirnaldas de papel crepé. La música suena estridente desde los altoparlantes. Los vendedores ambulantes gritan sus ofertas.
     Mara se sienta en un banco, sobresaltada por su valentía, asombrada quizá de no sentir las típicas náuseas. La calesita arranca. Está llena de niños alegres corriendo encima y alrededor de la casi eterna rueda giratoria. Todos ansiosos por robar la sortija al hombre que la sujeta como un tesoro invalorable en manos débiles.
     La luz de la tarde ya ha dejado paso a la luminosidad artificial y centelleante de la calesita. Es ésta la que parece dar sentido a la plaza. El centro sobre el que rigen sus vidas los niños y sus madres, los abuelos con las manos detrás de la espalda, los padres saludando a sus hijos, los vendedores y los cuidadores de la plaza. Todo confluye en esa música envolvente que balancea el alma de los habitantes como un vals.
     Ve a una mujer cargando a un niño con un brazo y las bolsas del almacén con el otro, aparentemente cansada pero con una expresión de inefable satisfacción. Detesto esa suficiencia, piensa Mara. Ojalá se le borrara de pronto esa sonrisa.
     Mara tararea, y se queda dormida sobre el banco. Ha sido un día cansador, el primero en su trabajo. La calesita gira sin detenerse, sin embargo esta vez hay niños. El tiempo pasa, las vueltas siguen, y ella se hunde más profundamente.
     Un niño agarra la sortija, pero se escapa de sus manos y rueda por el suelo hasta debajo de la plataforma. El chico asoma el cuerpo y estira el brazo para recogerla.
    -¡No!- grita la mujer con las bolsas, que se rompen al dejarlas caer. Otras mujeres también gritan y van hacia ella.
     El niño ha puesto su brazo bajo la rueda, entre el piso de cemento y el hierro. La fuerza de una cadena, quizá una soga atrapada en el mecanismo interno lo arrastra hacia su centro. Al corazón de la máquina que nadie más que algunos hombres de rostros engrasados conocen a fondo. Son ellos los que ahora corren, los que gritan.
     -¡Paren la máquina!
     Los padres se les unen, algunas mujeres se quedan quietas y estallan en llantos. La calesita sigue girando.
     -¡Se trabó, el cuerpo se metió entre los rieles!- dicen los mecánicos.
     La madre del niño ha escuchado.
     La calesita se estremece un poco en su estructura. Luego vence el obstáculo, se oye el crujir de la madera, de los huesos, y un grito apagado.
     La música tampoco se detiene. Es el fondo musical de la pesadilla de Mara.
     La calesita sigue girando con los niños encima. Algunos saltan, y al caer, el impulso y la inercia de los giros los hace rodar hacia el mismo hueco por el que el otro ha desaparecido. La calesita da bruscos saltos, descarrila y se incrusta en el suelo.
     Mara despierta. Pero se pregunta si ha despertado en realidad, porque todo sigue igual. La máquina inclinada y los niños yaciendo inmóviles alrededor. Las madres que corren y pasan de largo junto a ella, sin mirarla. Las madres que levantan los cuerpos y lloran.






Ilustración: John Dunivant


jueves, 26 de septiembre de 2024

La peregrinación








La gente se movía como un cuerpo místico a lo largo de la ruta, hacia la plaza principal frente a la catedral, bajo el reflejo incandescente del sol que atravesaba las nubes de tormenta. Un reflejo tan intenso, que enceguecía y agotaba la vista de los peregrinos.

     La mayoría eran jóvenes, cansados pero aún firmes en los pasos finales de su caminata. Los viejos iban lentamente, arrastrando sus bastones sobre el asfalto. Algunos autos intentaban adelantarse tocando bocina con insistencia, como si eso fuese a acelerar el paso de los caminantes.
     -Un paso que ni el mismo Dios podría apurar-comentó Mariela.
     Casi nos daba vergüenza no ser parte de aquellos hombres piadosos, por eso seguí conduciendo por la banquina, despacio para no levantar polvo sobre ellos. Todos parecían inquietos. Habíamos visto varias veces, a lo largo del camino, que los peregrinos se acercaban a los coches y gritaban a los automovilistas una serie de insultos propios de poseídos.
     Los comentarios de la radio también mencionaban esos hechos, pero los adjudicaban a la suma del cansancio y el malestar social de los meses previos. El mismo descontento que había provocado aquella manifestación, más grande que cualquiera de los últimos años.
     -No creo que sea eso-dijo mi cuñado Ariel desde el asiento trasero, entre mis dos hijos.- La gente está fanatizada por una ira no tanto social como religiosa.
     -¿Se dieron cuenta de cómo nos miran?- les hice notar, y cerré las ventanillas. Algunos hombres llevaban piedras en las manos.
     -Tengo miedo- Mariela me tomó del brazo con fuerza, luego puso el inhalador para mi asma en el bolsillo de mi camisa.
     -Nos odian porque tenemos auto…- dijo uno de mis chicos.
     -No, Agustín-lo interrumpió Ariel.- Me parece que nos odian porque no hacemos lo que ellos hacen.
     Estábamos muy lejos aún de la catedral, pero ya se veía la aguja de la torre mayor, que se elevaba hacia el cielo como una flecha destinada a Dios. Los hombres y mujeres de la gran caravana no se apartaban del camino, dirigiendo miradas recelosas a los autos. Parecían ser los dueños de la ruta.
     -Son los dueños de la idea de Dios- comenté.
     -Pero es sólo el concepto lo que amamos- contestó mi cuñado.- La idea, nada más.
     Los periodistas lograban abrirse paso entre los caminantes a fuerza de empujones con los equipos y las cámaras. Hacían de vez en cuando una entrevista breve, que escuchábamos por la radio en directo, pero el tono de las voces y los comentarios de los peregrinos había cambiado durante el día. A la mañana los comentarios eran largos y serenos, llenos de un optimismo idealista, pero el sol brillaba entonces, y la sombra de Dios parecía proteger a la multitud. La caravana había recorrido las calles y los pueblos vecinos hasta llegar al campo, caminando luego por la orilla del río hasta la ruta provincial. Pero en la tarde se produjeron los primeros incidentes. Gritos casi histéricos de las mujeres hacia los periodistas, a los que acusaban de escépticos y propagadores del ateísmo.
    -¡Heresiarcas!- gritaban.
     La gente se llevaba agua y alimentos de los puestos de comida sin pagar. Si alguien se atrevía a detenerlos o siquiera decirles algo, regresaban en grupos y lo golpeaban. Hubo autos atacados con piedras arrojadas desde los pastizales. Los heridos habían sido recogidos por las ambulancias, pero éstas también fueron violentadas.
     -¡Nada de Cruz Roja!- proclamaban los fanáticos.- ¡La cruz de Cristo es la única verdadera!
     -¡Los heridos en la cruzada de Dios son sagrados, deben morir para llegar a Él!-gritaban otros.
     Al principio no sabíamos si creer en lo que decían las noticias. Estábamos acostumbrados a que exageraran los ya habituales signos de violencia que habían comenzado cinco años antes. Mientras avanzábamos entre miradas resentidas de hombres y mujeres que venían de nuestra misma ciudad, vimos un grupo, cincuenta metros adelante, que atacaba a varios periodistas. Las cámaras de televisión se estrellaron en el asfalto, los reporteros cayeron al suelo bajo los palos y las patadas. Cuando la gente se fue dispersando, vimos los cuerpos sobre la línea amarilla de la carretera, inmóviles y con manchas de sangre.
     Ya no pude seguir manejando y detuve el auto. La radio hizo una estridente intermitencia y la transmisión cesó. Mariela quiso sintonizarla de nuevo, pero vi sus torpes intentos por controlar sus dedos al ver que unos hombres se apoyaban sobre el baúl del coche. Me hicieron gestos obscenos cuando me di vuelta, y luego continuaron su camino.
     -¿Todavía querés ir a misa?-preguntó Ariel a su hermana. Intentaba calmar a los chicos con su tono de broma, pero noté el miedo en sus ojos.
     Mariela se veía asustada, aunque no iba a demostrarlo delante de los niños. Los miró, tratando de sonreír, y dijo que estos eran hechos inevitables en las grandes muchedumbres.
     -Los hombres se vuelven animales en la multitud.
     -¡Ahí está el asunto!- la interrumpí.- Esta gente perdió, en algún momento, el razonamiento lógico que le da a la conducta humana la idea de la individualidad.
     -San Agustín dijo eso- intervino Ariel.- Él creía que la doctrina judeocristiana aportó el individualismo, la salvación de cada alma como si fuese la única y más importante. Pero esto trajo una contradicción: los hombres, cuando creen en un solo Dios, unifican también sus mentes.
     Dábamos miradas de soslayo hacia los que nos observaban desde afuera. Los niños tenían las narices pegadas a las ventanillas.
     -Y sabemos que muchas mentes juntas anulan el pensamiento moral de cada una.
     -Pero el individuo del que hablo...-me defendí-...es el que después del primer impulso unificador, se plantea las falencias, los errores. “La razón nos salva”, creo que dijo Kant, y él admiraba a San Agustín, ¿no es cierto?
     Agustín, mi hijo menor, nos miraba con atención. Giraba la vista a  la gente por momentos, preguntándose quizá la razón de tan extraños sucesos. Si allí estaba la catedral, pensaría, por qué tanto retraso para llegar, cuál era la causa de detenerse en el camino a pelear con los peregrinos.
     De pronto, comenzaron a atacarnos con piedras, que resonaron como truenos sobre la chapa del auto. Nos agachamos contra los asientos lo más que pudimos, cubrimos a los niños, que se habían puesto a llorar a gritos. Pero los vidrios estallaron sobre nuestras espaldas.
     Brazos y manos penetraban el auto. Intenté apartarlos, herirlos con la navaja que guardaba en la guantera. Pero las manos no dejaban de entrar, cada vez más numerosas, y empezaron a acariciar con brutalidad la espalda de Mariela. Luego, se dedicaron a golpearnos a Ariel y a mí.
     Después abrieron la puerta.
     Primero trataron de levantar a mi hijo mayor, pero desistieron. No porque yo hubiese podido detenerlos, ya otros me tenían sujeto de los brazos, sino porque al mirarlo supieron, por alguna causa aún desconocida para mí, que no era él a quien buscaban.
     Entonces agarraron a Agustín, que tenía el rostro lleno de pánico y lloraba con toda su fuerza. Se lo llevaron arrastrando. Y antes de que pudiese reaccionar, recordé, como en un sueño, lo que me había parecido raro mientras hablábamos detenidos en la banquina, alumbrados por la luz escasa de las siete de la tarde escabulléndose detrás de la catedral. Recién ahora me daba cuenta de cómo la gente nos había estado observando demasiado atentamente desde que habíamos entrado a la ruta, pero entonces no me llamaron la atención porque hacían lo mismo con los otros autos. Como si buscasen algo. La víctima apropiada, tal vez. El niño cuya sangre virgen era garantía de inocencia.
     Aún a través de los vidrios sucios de un auto lleno del polvo en una carretera provincial, los peregrinos habían descubierto la pureza en los ojos de Agustín, la invaluable ingenuidad necesaria para honrar a los dioses.     
     El pequeño cuerpo de mi hijo fue alzado como un trofeo entre manos viscosas y nerviosas, mientras el resto los seguía, extendiendo los brazos y gritando hacia la presa atesorada.
     Mi mujer lloraba. Ariel se quedó a consolarla, y yo salí corriendo hacia el grupo que escapaba hacia la plaza. Decenas de personas detrás me interrumpieron el paso, mirándome con odio aunque sin tocarme. Había perdido de vista a mi hijo, pero el llanto de Agustín seguía resonando en mis oídos a pesar del bullicio. Lo escuchaba lejano, triste, sin poder alcanzarlo. Lo único que se me ocurrió, desesperado, fue continuar por el mismo camino que conducía a la plaza, donde el altar estaba preparado para la misa.
     Hacía calor. El cielo de tormenta había arrastrado ráfagas que traían más escalofrío que frescor. Un viento sofocante levantaba el polvo de la ruta de tanto en tanto y nos enceguecía. Me quité la camisa y los anteojos, los tiré al suelo. Escuché el crujir de los lentes bajo los pies de los hombres que me seguían, como un ejército de máquinas antiguas.
     Me arremangué los pantalones, me pesaban; los zapatos habían empezado a lastimarme; mi espalda sudaba, como si estuviese cargando rocas. Los otros me miraban, me decían algo que no lograba entender. Tenían también las espaldas encorvadas y arrastraban los pies. Sus torsos estaban desnudos, y una línea ancha les cruzaba la espalda como la marca de un madero.
     Las nubes comenzaron a formar cúmulos indefinidos, a veces monstruosos, sobre la torre de la catedral. El sol se veía intensamente rojo, como sangre coagulada que hubiese sido vertida sobre el fondo del cielo crepuscular.
     Los que estaban delante se fueron deteniendo a medida que llegaban a la plaza. Los periodistas habían desaparecido. Los helicópteros de la policía sobrevolaban la zona. De pronto, se escucharon varios tiros. Alguien había disparado hacia uno de ellos, y salía humo negro del motor. El aparato empezó a girar como un trompo, hasta caer en el campo junto a la ruta en medio de llamaradas y explosiones.
     Pero el altoparlante anunció, con voz calma, el comienzo de la misa.
     -Hermanos, en quince minutos se iniciará la ceremonia.
     No había vestigios de policías, quizá vendrían luego, pensé, con tanques y pelotones armados. Tal vez esperaban vernos a todos juntos y fusilarnos frente al altar. Nunca llegaría a saberlo.
     Sólo me daba cuenta con pavorosa certeza, que la multitud tenía ahora el poder absoluto. Eran los dueños del mundo, por lo menos de aquel instante del mundo, hasta el punto de tener a Dios en sus puños para mostrarlo a quien no quisiera creerles.
     Me abrí paso lentamente, empezaba a serme difícil respirar, pero había perdido el inhalador en el camino. Sentía llevar en la carne el cansancio de muchos años. El sudor y los olores de la gente me daban náuseas. Los hombres parecían bestias paradas en sus patas traseras contemplando el altar.
     ¿Dónde está el obispo?, pensé, porque era uno diferente al que conocíamos el que surgió desde el presbiterio. Me pregunté si el otro estaría amordazado, muerto quizá.
     Entonces noté la blancura del mantel sobre el altar, que resaltaba únicamente por la presencia del cuerpo del niño para el sacrificio.
     Agustín estaba desnudo, abierto de brazos y piernas sobre la tela virgen, el primoroso encaje que las tejedoras de algún convento habían confeccionado como ofrenda para Dios. El reflejo del puñal refulgió y recorrió como una luz, un parpadeo brillante, la muchedumbre en la plaza.
     El puñal iluminó el rostro de mi hijo, balanceándose sobre su cuerpo. Los ojos de Agustín lloraban, pero se mantenían abiertos mirando la mano que descendía hacia él como si viniese del cielo.
     -¡No!- grité.
     Corrí, golpeando a los hombres que intentaron detenerme. Esquivé las piedras que me arrojaron. Pero por sobre todo, intenté vencer la distancia interminable que me separaba del altar.
     Porque el aire era mi enemigo ahora. No los fanáticos, ni las rígidas piedras de la catedral con su impiadosa imagen de inmortalidad. Sino el aire que Dios hacía, y que sin embargo no alcanzaba para que un hombre pudiese salvar a su hijo.                                                          


La soledad (Alberto Moravia)

Aunque muy distintos uno del otro, Perrone y Mostallino eran inseparables, si bien en realidad no los unía la amistad, sino, como a menudo o...