A Leticia le gustaba cazar insectos en la playa. Todos los veranos morían entre sus dedos las hormigas, mariposas o escarabajos que alcanzaba a atrapar. Pero eran las libélulas, que ella llamaba aeroplanos de cuatro alas, a las que ofrecía su especial atención.
Aguardando en la orilla, cuando las nubes oscuras se formaban hacia el sur sobre el mar y la playa, las veía llegar huyendo de la tormenta para resguardarse entre los arbustos. Entonces dejaba que las libélulas le rozaran la cara con sus suaves alas, y luego las perseguía hasta los médanos para cazarlas.
Las atrapaba de la cola, contemplando su inútil esfuerzo por escapar, y las ponía en frascos con otros insectos, porque le agradaba ver cómo se devoraban entre ellos. Pero si aún seguían vivos, en su casa los pinchaba con un alfiler sobre una lámina de corcho, y contemplaba su muerte, la agitación de las alas o el suave crepitar de la costra que los recubría.
Pero hubo un verano sin ni sola tarde de lluvia. Leticia y sus padres habían pasado diez días en la playa con un sol inconmovible sobre sus cabezas, y una mañana decidieron alejarse de las zonas concurridas. La avenida costanera era un camino estrecho en esa zona, abierto entre los médanos, por donde apenas pasaba un colectivo tres veces por día. El calor era propicio para que los insectos salieran de sus escondites. Leticia había visto grandes colmenas colgando de las ramas de los pinos a los costados del camino.
La calidez del sol penetraba entre las plantas, atravesaba la tela de la sombrilla y los gorros. Se habían recostado a la sombra del auto. Leticia sacó su colección de tortugas marinas y las liberó sobre la arena. Con una piedra rompió los caparazones, dejando los cuerpos desnudos, y los cubrió con sal para verlos hincharse mientras supuraban una espuma que se iba secando hasta dejar los restos encogidos.
El padre la miraba desde la reposera. Leticia sabía que él iba a retarla como lo había hecho en el auto, cuando ella jugaba con la ventanilla rompiendo los caracoles que había encontrado el día anterior. Los vidrios estaban sucios con hilillos de un líquido espeso y verde. Su padre había detenido el auto, y después de bajarse se paró frente a la puerta de atrás, pero sin decir nada, porque ya muchas veces antes había comprobado la inutilidad de las palabras cuando ella hacía tales cosas. Leticia lo miró con odio, esperando que su madre saliera a defenderla, pero ella no lo hizo. Entonces no pudo aguantar más los ojos del padre, y empezó a gritar, subiendo y bajando la ventanilla hasta que la manija finalmente se había roto.
-Ponete la gorra…-le dijo su madre en la playa. Pero esta vez no parecía atenta al juego de su hija con las tortugas muertas, sino que miraba hacia el sur, con una mano en la frente protegiéndose del sol.
Una gran nube negra se acercaba. Leticia también miró hacia allí, y pensó: libélulas, y fue corriendo hacia la orilla.
-¡Leti, tené cuidado!- gritó la madre, pero ella no le hizo caso y continuó hasta detenerse al borde del agua, viendo cómo la nube se aproximaba con una rapidez inusitada.
El creciente zumbido superaba el sonido del mar. La gran nube era cada vez más grande, hasta que cubrió la silueta del sol, y todo el cielo se convirtió en una sombra tornasolada sobre la playa.
Leticia escuchó que su madre la llamaba con un tono asustado en la voz. Se dio vuelta y vio su expresión llena de pánico.
-¡Avispas! ¡Escondete, Leti, metete en el agua!
Miró otra vez hacia allí. Una montaña negra viajaba por el aire, sostenida por hilos invisibles. El zumbido se había hecho ensordecedor, se tapó los oídos y corrió hasta el agua. Se hundió hasta por debajo de la nariz, pero no quiso cerrar lo ojos al ver el enjambre que pasaba por encima de ella. La nube de avispas, compacta y negra, comenzó a cubrir el auto de sus padres.
Ellos habían entrado, pero en vano intentaron cerrar todas las ventanillas. Leticia recordó que esa mañana había roto una de las manijas. Las manos y los brazos de sus padres se agitaban dentro.
Gritaban, ella pudo escucharlos, y escondió la cabeza en el agua.
Después se disolvió la lánguida luminosidad y volvió la clara estridencia del sol. Se asomó a la superficie. Esperó un largo rato, hasta asegurarse que no había un solo insecto. El mar estaba sucio, miles de avispas muertas enturbiaban el agua como negras manchas que cambiaban de forma.
Caminó hacia el auto con lentitud, tiritando. El aire se había enrarecido, un olor a polvo y humedad estaba estancado en la playa.
Había más avispas muertas en la arena, y otras aún vivas que levantaron vuelo al verla llegar. Apoyó la frente en el parabrisas. La ropa de sus padres estaba cubierta de pequeñas manchas de sangre. La madre tenía la cara enrojecida e hinchada. Varias aguijones permanecían clavados aún en el centro de cada picadura. Las manos de su padre rodeaban el cuerpo de su mujer, cubiertas de ampollas, destilando un líquido purulento. Pero las manos todavía se movían con irregulares espasmos, y sus ojos se abrieron, de pronto.
¿Me está mirando?, se preguntó Leticia, pero los párpados volvieron a caer definitivamente. Sus padres habían muerto, pensó en ese instante, de la misma forma que los insectos encerrados en sus frascos.
Miró alrededor. Ni un poco de brisa aliviaba el insoportable calor. Sólo el rumor de las olas, como un residuo de la plaga. Y comenzó a gritar. Y en medio de su grito escuchó un motor, un signo de vida artificial en esa playa solitaria. El colectivo de las cinco de la tarde, el último que pasaría por allí ese día, se acercaba.
Leticia corrió hacia la calle a través de los médanos ardientes que le quemaban los pies. El colectivo venía demasiado rápido, levantando el polvo y la arena por encima de los arbustos igual que la cola de un cometa.
Llegó casi sofocada y agitando los brazos. El colectivo frenó justo frente a ella. Se abrió la puerta y Leticia se puso a llorar recostada en el estribo.
-¿Por Dios, hija, que te pasó?- preguntó el chofer.
Pero ella siguió llorando, con su piel indemne, sana, como una sobreviviente.
A los veinte años, Leticia dejó la casa de su abuela para mudarse a la costa.
-Allá está el asesino-le dijo a la vieja.-Es tiempo de que vuelva para advertir a la gente de su presencia.-Y se fue con una valija casi vacía de ropa, pero llena de recortes de periódicos que comentaban la plaga de avispas que había azotado la costa más de diez años antes.
Su abuela no le dijo nada, sabía que era inútil retenerla cuando Leticia se había propuesto algo. Todos aquellos años de portarse como una adolescente obediente habían sido un remanso, una transición, quizá. La vio partir con su cuaderno de recortes bajo el brazo, como si fuese un libro de actos en donde asentar las buenas y malas acciones. El resultado estaba en rojo, le había dicho su nieta muchas veces.
Durante los inviernos permanecía en su casa pequeña, de paredes musgosas, con las persianas siempre cerradas. Los meses y su frío llegaban y se iban sin que casi asomara el rostro por la puerta.
Era rubia, tenía el pelo largo y revuelto. A veces los vecinos la veían sentarse bajo un árbol en el jardín oscuro, sometida al viento y las agujas de pino que caían en sus hombros. Se adentraba en los bosques de la zona con su ropa ancha y algo sucia, siempre buscando nidos de avispas.
En los veranos iba a la playa, pero lejos de los turistas, apartada entre las dunas, sin desvestirse jamás, transpirando bajo el sol. A las cinco de la tarde tomaba el colectivo, con el mismo chofer que la había rescatado, ahora en un vehículo más nuevo.
Pero un día otro era el hombre que lo conducía.
-¿Dónde está Raúl?- preguntó ella.
-Murió la semana pasada. De una gripe fuerte, creo, además, estaba enfermo.-Y el hombre se tocó el pecho.
Leticia se ubicó en el primer asiento, el de siempre, y no habló durante un largo rato hasta que preguntó el nombre al nuevo chofer.
-Cristian-dijo él.-Me contaron de usted en la empresa, dicen que me acostumbre a verla...
-¡Si vivo aquí!- le contestó, enojada. No era habitual aquel tono descortés, pero la muerte de su amigo la había sobresaltado. -Raúl me salvó la vida, ¿sabe?
-Así me dijeron- asintió el muchacho, sin apartar la mirada del camino.
El mar se asomaba en cada una de las esquinas, por las entradas a la playa. Las nubes crecían rápidamente, y las libélulas se cruzaban frente al colectivo y morían contra el parabrisas.
-¡Pobrecitas! Ellas son inofensivas. Trate de no matarlas, por favor.
El chofer la miró, sin ocultar la burla en sus ojos.
-No tiene que ser insolente- dijo Leticia. Ella se había labrado una reputación que cuidar, y una tarea que cumplir. Una y otra eran parte de la misma misión. Todos la creían una loca inofensiva, estaba al tanto de eso, y por tal razón la dejaron en paz a lo largo de todos esos veranos.
-¿Sabe por que me llaman la “guardiana”?- comenzó a contar. -¿Se acuerda del naufragio del pesquero hace dos años? Yo les advertí que no zarparan esa noche, y no me hicieron caso. El guardacostas después fue a preguntarme cómo lo había sabido, si ni siquiera los meteorólogos pudieron preverlo. Me miraron como a una bruja, y no pude contestarles.
Durante los siguientes viajes a la terminal de colectivos, Leticia le habló también de la vez que había adivinado dónde hallar el cuerpo de una mujer ahogada, de cuando adelantó el asesinato de una familia en una casita de la playa, y de las tantas veces que advirtió a la gente la llegada de las avispas.
-Esta ropa me protege de ellas. Es tan gruesa porque la tejí yo misma con un punto muy cerrado que inventé.
Leticia se daba cuenta de la mirada desinteresada y esquiva del muchacho. Si por lo menos se hubiese reído, lo habría tolerado, pero no esa indiferencia, como si ella no fuese nada y su presencia no cumpliese con la misión que le había sido encomendada. Nunca supo cómo adivinaba tales cosas, pero era algo que había nacido en ella en esa misma playa mucho tiempo antes.
-Los salvo… -dijo apoyando una mano sobre el hombro del chofer.- Lo que está en el mar estuvo en mí, aún lo está y debo continuar sacándolo, célula por célula, como un quiste que vuelve a crecer con el tiempo. Tiene mil formas, incontables en realidad, y está ahí afuera en la playa. Yo he visto algunos de sus disfraces. Esa sombra negra en el cielo, que vi cuando tenía nueve años, es la que más debe parecerse a su verdadera cara.
-Ya llegamos, señora- la interrumpió él, apagando el motor.
-Hasta mañana- saludó ella, y se alejó con los brazos cruzados bajo el chal grueso, mientras el viento revolvía su cabellera rubia.
Caminó con lentitud a través de las calles pobladas de turistas bronceados, pensando en la familia que había visto llegar dos días antes, y a quienes iba a proteger. Ellos bajaban a la playa a las diez de la mañana, y se quedaban hasta el anochecer. Los chicos corrían incansablemente, y luego se acostaban a la sombra de la carpa durante la siesta. La esposa era muy bella, y el marido un hombre de poco más de treinta años, que a las cinco de la tarde comenzaba a preparar la caña para la pesca. Enterrando el soporte en la arena húmeda, se metía en el mar con el agua hasta el pecho. Lanzaba entonces el anzuelo con el gesto enorme y poderoso de sus brazos, venciendo a las olas turbulentas como si llevara un mástil que un héroe legendario moviese en señal de victoria.
El hombre regresaba a la playa cediendo la línea, un poco floja primero y más tensa después. Dejaba la caña en el soporte y se sentaba en la arena junto a su mujer, vigilando, pendiente de esa sola tarea, la más importante que debía ocupar en ese instante el universo de su mente.
Leticia, al principio no sabía por qué se había fijado tanto en aquella familia. Pero al día siguiente de verlos por primera vez, se había cruzado con el hombre en la entrada a la playa, y vio sus ojos, tan parecidos los de su padre. A esa mirada última que él le había ofrecido desde el auto. Entonces ya no pudo evitar seguirlo para observar cada movimiento o gesto de su rostro bajo el sol que lo bronceaba. Si el hombre permanecía quieto o acostado en la arena, ella seguía pendiente de su parpadeo y la expresión de sublime ansiedad con él que vigilaba la caña.
Leticia estaba decidida a protegerlo de todo lo que pudiese hacerle daño.
A la tercera tarde, nada había cambiado. Eran las siete, y comenzaba a oscurecer. El hombre y su esposa estaban sentados mirando el mar, mientras los chicos jugaban en la orilla.
De pronto, la línea se tensó y él comenzó a enrollarla con la pausada calma de un experto. La mujer también se puso de pie mientras lo miraba, y los niños se reunieron con ella. La caña se doblaba mientras el hombre intentaba tirar hacia atrás. Quizá el pez era más grande de lo que esperaba.
Debe estar pensando en la cena que preparará a sus hijos esta noche, se decía Leticia admirándolo de lejos.
El hombre había comenzado a adentrarse en el mar. Las olas ya le llegaban al pecho, luego hasta el cuello, mientras alzaba la caña para que las olas no se la arrebatasen. Pero las olas empezaron a cubrirlo por instantes. La cara del hombre giró hacia la playa por una única vez, y en el rostro, antes que una ola lo tapase completamente, Leticia descubrió lo que ella había visto tanto tiempo antes.
El hombre desapareció bajo el agua, mientras la caña flotaba.
-¡Papá!-gritaron los niños. La mujer se había quedado quieta, su labio inferior temblaba.
Pasaron diez, treinta segundos, tal vez un minuto, pero la cabeza no volvió a emerger. Luego unos brazos se movieron con gestos desesperados en la superficie, y Leticia supo que lo mismo que se había llevado a sus padres, se lo estaba llevando al fondo del mar. Ya de nada servirían las advertencias o los presagios, porque estaba de regreso para esquivar las endebles barreras que Leticia había logrado construir en esos años.
Por eso corrió, sin prestar atención a la mujer y los hijos que la miraban asombrados. Se metió en el agua con aquella ropa gruesa, pesada como un ancla al mojarse. Nadó como pudo, precariamente, tragando y escupiendo la salobre espuma. Los cabellos largos flotaban en las olas, envolviéndole la cara como una trampa de algas, de seda marina.
Vio los brazos del hombre que continuaban moviéndose, ya débiles. Estaba a pocos metros de él, pero la distancia se acrecentaba con cada ola interpuesta, con el agua que la empujaba hacia atrás, siempre un poco más hacia atrás.
El cielo se había oscurecido, parecía mojado por las olas. Un grito aislado la estimuló a seguir. Era la voz del hombre, y oyó después el sonido atronador del oleaje profundo. El ruido de una inmensa cantidad de agua que se arremolinaba, como nubes formadas por innumerables columnas de avispas, columnas de agua ascendiendo desde el lecho del mar. Las nubes eran grises como las olas.
Nada había alrededor. Sólo la playa lejana con personas que los observaban, como si los dos estuviesen metidos en un enorme frasco con agua y aire.
Una ola empezó a nacer a pocos metros. El agua se estaba levantando y formando un cilindro, un gran rizo de espuma, y un hueco en el centro. Como un puño inmenso de sal y espuma.
-¡A él no!-gritó Leticia.
Pero la ola se derrumbó sobre el hombre y su guardiana.
Ilustración: Carmen Laffon de la Escosura